Si
fuese posible imaginar una estética del placer textual sería necesario incluir
en ella la escritura en alta voz. Esta escritura vocal (que no es palabra) no
se practica, pero es sin duda la que recomendaba Artaud y la que solicita
Sollers. Hablemos de ella como si existiese.
En
la Antigüedad, la retórica comprendía una parte que ha sido olvidada, censurada
por los comentaristas clásicos: la actio, conjunto de recetas específicas para
permitir la exteriorización corporal del discurso: se trataba de un
"teatro de la expresión", el orador-comediante "expresando"
su indignación, su compasión, etcétera. La escritura en alta voz no es
expresiva, deja la expresión al feno-texto, al código regular de la comunicación.
La escritura en alta voz pertenece al geno-texto, a la significancia, es
sostenida no por las inflexiones dramáticas, las entonaciones malignas, los
acentos complacientes, sino por el tono de la voz, que es un mixto erótico de
timbre y de lenguaje y que como la dicción también puede ser la materia de un
arte: el arte de conducir el cuerpo (de allí proviene su importancia en los
teatros de Extremo Oriente). En relación con los sonidos de la lengua, la
escritura en alta voz no es fonológica sino fonética, su objetivo no es la
claridad de los mensajes, el teatro de las emociones, lo que busca (en una
perspectiva de gozo) son los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado de
piel, un texto donde se pudiese escuchar la textura de la garganta, la pátina
de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una estereofonía de
la carne profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no la del sentido,
la del lenguaje.
Roland
Barthes, El placer del texto (trad. Nicolás Rosa)