El
viaje siempre recomienza, siempre ha de volver a empezar, como la existencia, y
cada una de sus anotaciones es un prólogo; si el recorrido del mundo se
transfiere a la escritura, éste se prolonga en el traslado de la realidad al
papel —tomar apuntes, retocarlos, borrarlos parcialmente, reescribirlos,
desplazarlos, variar su disposición. Montaje de las palabras y las imágenes,
captadas desde la ventanilla del tren o cruzando una calle y doblando la
esquina. Sólo con la muerte, recuerda Karl Rahner, gran teólogo del camino,
cesa el status viagiatoris del hombre, su condición existencial de viajero.
Viajar, pues, tiene que ver con la muerte, como bien sabían Baudelaire o Gadda,
pero también es diferir la muerte, aplazar lo máximo posible la llegada, el
encuentro con lo esencial, tal como el prefacio difiere de la verdadera
lectura, el momento del balance definitivo y del juicio. Viajar no para llegar
sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente
nunca.
(Claudio Magris. El infinito viajar. Barcelona. 2005)