El muchacho camina entre edificios hostiles y silencios obstinados. El único despierto en la siesta universal. Una ligera ebriedad le acelera el pulso, tiene la impresión de vivir dentro de un espacio sin muros; o, mejor aún, entre cuatro a redes de maleable éter, trémulas al viento de su propio paso, como hechas de un vidrio soplado, modelado por la luz. Y a luz ofrece todos los jugos, fibras e intersticios de los miembros, desde un arcén de fúnebres espinas, con el fanatismo de un girasol. La obstinación con la que busca es idéntica -lo recuerda confusamente- a la que le empujaba, en la crisis de su nacimiento, a salir del ojo de aguja materno, de aquella tripa feliz para encarnarse en criatura. No encuentra las palabras para decirlo, pero de nuevo, como entonces, está intentando, para ser él, alejarse de un hábito y de un amor. Ayer, liberándose de un vientre, hoy de una casa, mañana de una familia o de una isla, siempre desarrollara sus suerte entre un escondite y una fuga...
(Calendas Griegas. Ed Anagrama. Barcelona 2000 )