"No
cabe duda de que jamás podré decir cómo es esto de aquí, querida amiga (esto se
reserva al lenguaje de los ángeles, con el que intentan comunicarse con los
humanos), pero cuando le digo que esto sea así, que en realidad existe, ha de
creerme, cueste lo que cueste. No se puede describir a nadie. Aquí no existe el
azar: todo responde plenamente a una ley. Esta extraordinaria presencia tiene
todo el carácter sideral de los astros cuya proyección hacia afuera y cuya
posición en el espacio es tal, que ahora comprendo la leyenda según la cual
Dios, el cuarto día de la creación tomó en sus manos el sol y lo puso justo
encima de Toledo. Ya he recorrido los diferentes lugares y me he empapado el
alma con todo ello para retenerlo para siempre: los puentes, los dos puentes,
este río y sobre él esta extensión abierta del paisaje abarcable a la mirada,
que no es definitivo ni acabado, que aún está elaborándose. [...] Me duele no
hallar el tono exacto para describir todo lo que he visto. Aquí, por primera
vez, he imaginado que sería posible recorrer diariamente la ciudad para cuidar
a los enfermos; atravesando esta ciudad todos los días, uno podría insinuarse
en cualquier esquina y esfumarse en lo angosto de una callejuela. No hay forma
de asomarse al "exterior": todo está intensamente marcado por los límites
que lo deslidan de lo de "fuera"...
(Rainer
María Rilke. Cartas del vivir)
"Andar por Toledo, y en la oscuridad de una noche sin luna como aquella, es adelgazarse, afinarse hasta quedar convertido en un perfil, una lámina humana, dispuesta a herirse todavía, a cortarse contra los quicios de tan extraña resquebrajadura, es volverse de aire, silbo de agua para aquellos enjutos pasillos, engañosas cañerías, de súbito chapadas, sin salida posible, es siempre andar sobre lo andado, irse volviendo pasos sin sentido, resonancia, eco final de una perdida sombra. Perdida y mareada sobra era yo, cuando de pronto, en uno de esos imprevistos ensanches -brusquedad de una grieta que supone una plaza, codazo de una calleja que hunde un trecho de espacio para el murallón de un convento, una iglesia, un edificio señorial-, se levantó ante mí un desmelenado y romántico muro de yedra, entre la que clareaba algo que me hizo forzar la mirada para comprenderlo. Era una losa blanca, una lápida escrita, interrumpida aquí y allá por el cabello oscuro de la enredadera. El temblequeo de un farolillo colgado a una hornacina me ayudó a descifrar: "AQUÍ NACIÓ GARCILASO DE LA VEGA..." La inscripción continuaba en letra pequeña, difícil de leer, aumentando otra vez de tamaño al llegar a los números que indicaban el año de nacimiento y el de la muerte del poeta: 1503-1536. Y me pareció entonces como si Gacilaso, un Garcilaso de hojas frescas y oscuras, se desprendiese de aquella enredadera y echase caminar conmigo por el silencio nocturno de Toledo en espera del alba.
(Rafael Alberti)