Estoy
en la Biblioteca Nacional de Madrid, con sus riquísimas colecciones, los
laboratorios donde se cuidan y restauran libros y manuscritos con técnicas
ultramodernas y paciencia antigua, su telemático Museo del Libro que introduce
en el taller de la escritura y la imprenta, y el público de sus encuentros
literarios, un público –como en España en general– de los más vivaces y
estimulantes del mundo, de los más gratificantes para un escritor.
Me
cuentan que, durante la guerra civil española, la biblioteca había sufrido
importantes daños y que un hombre, no sé si para huir de la violencia bélica en
general o en particular de alguien que lo buscaba para matarlo, se escondió
entre los libros abandonados en las salas que podían venirse abajo de un
momento a otro, y permaneció allí durante algunos meses. Podemos imaginárnoslo
mientras, como un rapaz que tuviera su madriguera entre códigos y vitrinas,
sale por la noche para buscar comida y regresa después para cocinarla y comérsela
entre los libros. Es difícil adivinar si los leía, si la convivencia con ellos
en aquellas circunstancias lo educaba a la indiferencia o a la afición por la
lectura; quizá en los ilustres tomos viera tan sólo objetos, paredes que lo
escondían y lo resguardaban de la intemperie, potencial y afianzador
combustible si se presentaba la necesidad.
La
experiencia de aquel hombre me trae a la memoria lo que, en el taller de la
biblioteca, un amable restaurador que sumergía en una solución acuosa los
dibujos de la Tauromaquia de Goya me contó a propósito de ciertos insectos que
devoraban los libros y que, por este motivo, son llamados “bibliófagos”.
De
El infinito viajar. Ed. Anagrama.