El escritor
uruguayo residente en Barcelona, Federico Fernández Giordano (1977) ha publicado un artículo que -según me cuenta- escribió hace algunos meses, y en el que reunía una serie de motivos que le venían rondando en la cabeza insistentemente. Su misma multiplicidad -dice- lo convirtió en un texto maldito. Pero por suerte siempre nos quedará el blog. Gracias a Arume Calvo Baron y Carla Badillo Coronado que a su manera inspiraron un poco de todo lo que hay en este texto. Con ustedes: "El día que Jimi rompió su guitarra".
Muchas gracias a ti, Fede. Un honor haber sido parte de la inspiración de este texto. Comparto un fragmento del artículo. Y, como dijo Hölderlin: De la destrucción
nacerá la primavera. Abrazo fuerte y larga vida al blues.
***
"Siempre
recordaré las palabras de mi amiga Arume, valiosa artista donde las haya. Había
estado experimentando con montajes audiovisuales, para los que utilizaba
instrumentos musicales. Entre sus realizaciones de video-art y fotografía, había
una en la que aparecía maravillosamente retratada con un chelo; en otra,
exploraba las posibilidades estéticas de un violín. Aquel día estábamos
charlando en un café, cuando me miró a los ojos y dijo muy seriamente: “Necesito
romper mi violín.” De inmediato me vino a la mente la actuación de Hendrix en
Monterrey. Y luego de ésta, la actuación de Stevie Ray Vaughan en el Mocambo.
Existe en ellas el componente bilateral de destrucción y regeneración, el
pathos del sacrificio de las antiguas edades. Pero bien que no han sido los únicos.
De un modo seguramente más discreto, numerosos artistas han llegado por
distintos medios a ese mismo punto crítico, ese punto límite a partir del cual
todo arte deja de tener sentido, para ceder lugar al terreno del silencio.
Es
conocida la asombrosa progresión del pintor ruso Kazimir Malévich (1878-1935),
que tras iniciarse en la pintura realista culminó su carrera en 1915 con la
creación de su famoso Cuadrado negro. O la leyenda del sabio chino, cuya última
aspiración tras una vida dedicada al arte no era otra que realizar el "círculo
perfecto". Un caso equiparable de “círculo perfecto” es el que encontramos
en los últimos años de Miles Davis, cuando, doblado por la cintura encima del
escenario, ponía todo su empeño en soplar una sola nota perfecta. Por el camino
opuesto, John Coltrane abrazó el free jazz tras haber tocado el cielo de la música,
y algunos todavía se lamentan de que abandonara su brillante faceta melódica
para sumergirse en el estudio de partituras monotonales, que aprendió de su
acercamiento a la música oriental. Y ya que hablamos de Oriente, el arte japonés había
llegado mil años antes a parecidas conclusiones. En su libro El estilo
trascendental en el cine (1972), el cineasta Paul Schrader nos habla del principio
Mu en el arte zen, complejo concepto de diversos significados, uno de los
cuales designa “el espacio entre las ramas de un arreglo floral”. Y nos habla
también de la poesía haiku, del cine de Yasuhiro Ozu, de las “transiciones no
escritas”. Lo no escrito es, al fin y al cabo, la preocupación definitiva a la
que habrá de enfrentarse tarde o temprano el artista supremo, el escritor que
escribe entre líneas, es aquello que gravita en el íntimo espacio de la
interpretación, lo que queda más allá del eterno bucle forma-contenido. Este
alquímico proceso, tan asumido en el arte y el espíritu orientales, en
Occidente hemos dado en llamarlo abstracción. Así, al contemplar las películas
del coreano Chan-wook Park asistimos a la pura abstracción de la narrativa clásica
occidental; esas “transiciones no escritas” se encuentran por doquier en el
metraje de Old Boy (2003), y más aún en su brillante precuela, Sympathy for Mr
Vengeance (2002). Se sustituye el objeto por la narración elíptica, se desplaza
el foco de atención a otro lugar, se trastoca la melodía por silencio, por
variación, la forma se convierte en alusión. La desintegración de las
formas en Kandinsky, en el citado periodo free de Coltrane, o más sutilmente en
el particular tempo interno de Thelonious Monk."
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