
Madre solo hay una, es cierto, y yo tengo la fortuna de tener aquella que me ha educado para la VIDA. Mi madre es grande por eso, por enseñarme de su escuela, la de calles empedradas y luces al final del túnel ¡Ay! tantas y tantas cosas. Mi madre es un universo entero, dentro del cual me muevo como pedacitos de roca incadecente, como materia explosiva. Mi madre sujetó muchas veces mi mano para golpear sin miedo la piñata, y esa imagen se convirtió en una de las más bellas metáforas. Mi madre, desde luego, sabe ser madre, por eso mucha gente la adopta, pues en ella hay refugio, consejo y abrigo. Mi madre también es madre de mi hermana e incluso es madre de su madre, lo que la convierte en más que una buena hija. Mi madre tiene los pies fuertes. Mi madre tiene miedo de muchas cosas en las que yo creo (y no creo), pero ha aprendido a conocerme mejor, y quizá tiene miedo porque sabe que en el fondo ella también cree (y no cree) en ciertas cosas, pero que su hija desarrolló la valentía que ella misma le heredó. Mi madre se llama Rocío, lleva el nombre de las mujeres fuertes, un nombre que también es el mío, y que lo llevo como un as bajo la manga, y acompaña al otro nombre, al que me fue heredado por mi abuelo Carlos. Mi madre evoca un mundo. Mi madre es todo un mundo. Y para mí nombrarla es como cuando Raúl Gómez Jattin nombraba a su madre, a Lola. Por ejemplo, decía el poeta: "Más allá de la noche que titila en la infancia/más allá incluso de mi primer recuerdo/está Lola -mi madre- frente a un escaparate/empolvándose el rostro y arreglándose el pelo. Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte/y está enamorada de Joaquín Pablo -mi viejo-./No sabe que en su vientre me oculto/ para cuando necesite su fuerte vida/ la fuerza de la mía.
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Gracias por todo -y por siempre-, preciosita mía.