jueves, mayo 21, 2009

Disneylandia: el modelo perfecto de simulación... a propósito de un texto de Baudrillard

Carla. Disneylandia, Orlando, Fl.
1997

A sus doce años, las niña que aparece en la fotografía paseaba entre ratones amigables, príncipes azules y máquinas del tiempo. Todo ello en un mundo simulado llamado Disneylandia, que a su vez se encontraba al interior de otro mundo también simulado, muy distinto al que ella en realidad pertenecía. La pequeña se divirtió mucho, desde luego, pero ya desde entonces sabía que -como toda simulación- en ese lugar todos fingían. Todos. Los adultos eran niños, los niños caricaturas y las caricaturas eran dioses. Todo era fantástico. Pero -como todo encantamiento- estaba condenado al tiempo (o que lo diga cenicienta).

Once años más tarde, la niña -ya crecidita y con más experiencia- supo que en el mundo real ni había ratones amigables -o al menos no que firmaran autógrafos- ni príncipes azules ni máquinas del tiempo. O mejor dicho, sabía que sí existía todo eso, pero de otra forma. Pues durante sus viajes C. había conocido un par de ratas amigables en algunas estaciones de buses Greyhound y en algunos suburbios, pero eran ratas ya retiradas, es decir habían salido de la cárcel hace muchos años y no querían recaer. En cuanto a su príncipe azul, de azul sólo llevaba el uniforme, y -menos mal- no ostentaba corona alguna; por eso, en vez de bailar un vals en algún palacio de cristal, se sentaban a escuchar viejos blues en algún bar de San Francisco hasta que los dueños lo cerraran. También descubrió que las máquinas del tiempo eran peligrosas, pues ella misma experimentó varias veces la desesperación de quedarse atrapada, y supo entonces que con el Tiempo no se juega. Mucho pasado succiona la calma. Mucho futuro nos quita el sueño.
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Por eso, cuando C. llegó a Los Ángeles y se internó en Orange County, se topó con ese mismo letrero de hace doce años en Florida. La bienvenida al parque de las simulaciones era la misma. Pero ahora era California. Y Disneylandia estaba a solo un paso. Bastaba con cruzar la puerta y caminar unos cuantos metros. Pero C. ya estaba prevenida. Se acordó del filósofo Jean Baudrillard, y de su libro Cultura y Simulacro, donde en uno de sus capítulos explica porqué Disneylandia es el modelo perfecto de simulación. Entonces C. no pudo evitar sonrerir con cierto aire de confianza, pues esta vez ella veía las cosas desde afuera, esta vez tenía conciencia. C. observaba como cientos de personas entraban y salían sudorosas y felices. Pero ella quería silencio, realismo y soledad. Además no le sobraba tiempo, ni dinero. Así que decidió ir al Green Hills Memorial Park, en San Pedro, el cementerio donde Bukowski -que tampoco gustaba de multitudes y simulaciones- tiene su propio departamento subterráneo. No sería un parque de diversiones, pero era lo que ella buscaba. Así que, sin pensarlo dos veces, C. dio media vuelta y aligeró el paso para encontrar algún bus que la llevara. En el camino sintió como el sol le quemaba la piel, y alejándose de Disneylandia, C. levantó el rostro y vio como el sol de California le saludaba, sonrió una vez más y siguió caminando sin bajar la mirada, pues sabía que ese sol era lo único real, y que ese instante le pertenecía.
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A la entrada del parque de las simulaciones.
Downtown Disney . Los Ángeles, Ca.
2008

La Precesión de los Simulacros

Por Jean Baudrillard

(fragmento)

"Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados. En principio es un juego de ilusiones y de fantasmas: los Piratas, la Frontera, el Mundo Futuro, etcétera. Suele creerse que este mundo imaginario es la causa del éxito de Disneylandia, pero lo que atrae a las multitudes es, sin duda y sobre todo, el microcosmos social, el goce religioso, en miniatura, de la América real, la perfecta escenificación de los propios placeres y contrariedades. Uno aparca fuera, hace cola estando dentro y es completamente abandonado al salir. La única fantasmagoría en este mundo imaginario proviene de la ternura y calor que las masas emanan y del excesivo número de gadgets aptos para mantener el efecto multitudinario. El contraste con la soledad absoluta del parking —auténtico campo de concentración—, es total. O, mejor: dentro, todo un abanico de gadgets magnetiza a la multitud canalizándola en flujos dirigidos; fuera, la soledad, dirigida hacia un solo gadget, el «verdadero», el automóvil. Por una extraña coincidencia (aunque sin duda tiene que ver con el embrujo propio de semejante universo), este mundo infantil congelado resulta haber sido concebido y realizado por un hombre hoy congelado también: Walt Disney, quien espera su resurrección arropado por 180 grados centígrados.

Por doquier, pues, en Disneylandia, se dibuja el perfil objetivo de América, incluso en la morfología de los individuos y de la multitud. Todos los valores son allí exaltados por la miniatura y el dibujo animado. Embalsamados y pacificados. De ahí la posibilidad (L. Marín lo ha llevado a cabo excelentemente en «Utópiques, Jeux d’Espaces ») de un análisis ideológico de Disneylandia:
núcleo del «american way of life», penegírico de los valores americanos, etc., trasposición idealizada, en fin, de una realidad contradictoria. Pero todo esto oculta otra cosa y tal trama «ideológica» no sirve más que como tapadera de una simulación de tercer orden: Disneylandia existe para ocultar que es el país «real», toda la América «real», una Disneylandia (al modo como las prisiones existen para ocultar que es todo lo social, en su banal omnipresencia, lo que es carcelario). Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.

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Lo imaginario de Disneylandia no es ni verdadero ni falso, es un mecanismo de disuasión puesto en funcionamiento para regenerar a contrapelo la ficción de lo real. Degeneración de lo imaginario que traduce su irrealidad infantil. Semejante mundo se pretende infantil para hacer creer que los adultos están más allá, en el mundo «real», y para esconder que el verdadero infantilismo está en todas partes y es el infantilismo de los adultos que viene a jugar a ser niños para convertir en ilusión su infantilismo real. Además, Disneylandia no es un caso único. Enchanted Village, Magic Mountain, Marine World... Los Ángeles está rodeada de esta especie de centrales imaginarias que alimentan con una energía propia de lo real una ciudad cuyo misterio consiste precisamente en no ser más que un canal de circulación incesante, irreal. Ciudad de extensión fabulosa, pero sin espacio, sin dimensión. Tanto como de centrales eléctricas y atómicas, tanto como de estudios de cine, esta ciudad, que no es más que un inmenso escenario y un travelling perpetuo, tiene necesidad del viejo recurso imaginario hecho de signos infantiles y de espejismos trucados.
Disneylandia muestra que lo real y lo imaginario perecen de la misma muerte. A una realidad diáfana responde una imaginación exangüe. Pero hubo un tiempo de poder para lo imaginario de igual modo que hubo una fase de poder de lo real, aunque ambas se hayan cumplido ya hoy en día".
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Cultura y Simulacro. Jean Baudrillard. Ed Kairós. Barcelona. 1994
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