Hoy pasé casi siete horas continuas escribiendo en Caffe Trieste, entre la rocola y el piano del fondo, hablando de rato en rato con los viejos, leyendo y bebiendo varias tazas de café helado (con un piquetín de cognag camuflado que traje de casa). Por la tarde Mark fue a visitar a su madre y desde ahí me mandó un mensaje diciéndome: ¡Llegó Pizarnik! A lo que respondí: "¡llegó mi muerta consentida! :) ". Se trataba del libro que reunía la Prosa Completa de la autora argentina. Mark lo había pedido para mí hace algunos días. Él sabe lo mucho que Pizarnik me gusta, y que a pesar de conocer toda su poesía publicada, la prosa aún me era incompleta, ya que sus relatos, ensayos, guiones, entrevistas, etc., siempre los había leído de manera dispersa. Por otro lado, Mark también sabía de aquella anécdota que me ocurrió en una librería de Quito, cuando descubrí ese mismo libro entre los estantes y, emocionada, quise comprarlo enseguida, pero por el precio me resultaba inaccesible. Apenas tenía dos dólares, si mal no recuerdo. Por eso decidí sentarme en la esquina y leérmelo completo. De rato en rato sacaba mi diario para anotar ciertas frases que me parecían dignas de recordar. Fue ahí cuando un librero me dijo que estaba terminantemente prohibido lo que yo estaba haciendo. -¿Leer? le pregunté, irónica. -No, señorita, leer sí se puede, siempre y cuando sea sólo un ratito, pero sacar apuntes del libro, definitivamente no. Me pareció totalmente absurdo (ya antes me había pasado algo similar por anotar en mi libreta algunos aforismos de Heráclito, y amenzaron con sacarme porque no obedecí). Sólo por citar dos librerías en las que esto jamás ocurriría: pensé en City Ligths Books, aquí en San Francisco, donde hasta hay sillas disponibles y cartelitos diciendo "toma un libro y siéntate a leer" u otros sobre los libros diciendo "léeme", y donde yo podría transcribir toda la sala del "poetry room" si me diese la gana y el tiempo. O la librería aquella en Zaragoza cuando me pasé una mañana entera leyendo la Poesía Completa del colombiano William Ospina, de quien tampoco pude comprar sus libros por falta de presupuesto. Así que los poemas que más me gustaron los transcribí en mi cuaderno verde, a vista y paciencia de todos. Pero en Quito, no. A duras penas podía hojear y sentir que casi casi estaba cometiendo un delito por transcribir alguna frase. Me dio tantas iras que me di modo de copiar algunas citas al mínimo descuido del librero, incluso en el celular, y no voy a negar que pensé robarme el libro, pero el control parecía tan estricto que no les iba a dar el gusto de atraparme.
En fin, ya por la noche, Mark llegó a Caffe Trieste, y luego de saludarnos efusivamente y pedir su respectivo cafecito cargado, puso el libro frente a mí: Alejandra Pizarnik. Prosa Completa. Y en la tapa un dibujo hecho por la misma Alejandra. Enseguida lo tomé entre mis manos como abrigando un pajarito herido. Se lo agradecí y luego de nuestro recorrido nocturno por nuestros puntos de North Beach, fuimos a casa. Ya en la cama empecé a leer con total abstracción, y pude constatar que algunos fragmentos que había transcrito en mi diario aquella lluviosa tarde quiteña, también se habían grabado muy fuerte en algún rincón de mi memoria. En efecto, hay voces tan fuertes cuyos ecos jamás nos abandonan.