George murió. Mark me lo confirmó esta mañana. Me siento triste. Pero más me siento estúpida por no haber hecho caso a mi intuición aquella mañana en Caffe Trieste en la que tuve la oportunidad de visitar a George en el hospital. Se supone que tomaríamos el tren el amigo de Mark, Grant y yo. Me contaron que ya nisiquiera hablaba. Ali Mongo me contó que se comunicaban por notas escritas. Era casi vísperas de mi regreso en otoño de 2009 y el tiempo apretaba. Aun así tenía muchas ganas de ir y saludar al poeta. Mark me dijo que a mi regreso lo visitaríamos juntos. Mark también lo quiere, lo quiere mucho (además de respetarlo como verdadero artista en North Beach). Y él tampoco había visitado a George desde que lo internaron. Acepté. Pero en mi interior supe que era un riesgo. Mucho riesgo. A veces jugamos con la suerte como si la vidamuerte estuviese a nuestros pies. Ilusos. No aprendemos que postergar despedidas es jugar con fuego. Hoy la muerte quema al vivo.

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photo by Mark
SF, 2008
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No aprendí la lección con la muerte de Adoum. No bastó nuestra no-despedida en Kitu. Adoum no me esperó. No tenía por qué hacerlo. Ángel le dijo a Beñat que los grandes no esperan, refiriéndose a su deseo de visitar a Mikel Laboa. Poco tiempo después el cantautor vasco murió. Ni Ángel ni Beñat pudieron despedirse. Los grandes no esperan. Es cierto. George fue grande. Es cierto. George no me esperó. Es cierto. Es cierto. Es cierto. Es cierto. Pero ahora escucho su voz en esta habitación. Me dice que esté tranquila, que ya nos reencontraremos. Que me tome un cognac en su nombre. Y que luego cante sus versos a solas (dice que en el más allá uno se entera de todo y que ya sabe que Mark me regaló su poemario). Que está feliz de que su amigo se haya enamorado de una poeta. Que la cena entre nosotros queda pendiente. Que lo recuerde con su sombrero negro. Que por ahora me centre en el presente. No te cuelgues del pasado, me dice. No te estrangules con el futuro, me dice. Y yo le ofrezco esta lágrima como única elegía.