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En Madrid me quedé dormida doce horas. Un récord en los últimos tiempos cuando dos o tres a veces era lo máximo. Estaba molida. Y yo que la mañana pensaba aprovechar caminando por las calles de la capital. Pero me desperté a las tres de la tarde. Creo que fue lo mejor, si no lo hacía hubiese disfrutado menos en adelante, a medio gas como decimos en mi tierra. Mario y Miriam aún no llegaban a casa. Tuve tiempo justo para guardar las cosas en la maleta, tomar una ducha, vestirme y salir. Mario me acompañó en el metro hasta Atocha, donde me esperaba el tren hacia Huelva. Mario es muy gracioso, más de lo que me imaginaba. Hablamos de cine; de su corto y mi documental, de sus nuevos proyectos, de lo jodido que es conseguir recursos para hacerlo con mejor calidad en cúanto a técnica. Le dije que para mí la técnica se puede mejorar, pero si no hay contenido la película se vuelve basura. Llegamos a la puerta y le digo que nos volveremos a ver cuando regrese a Madrid en una o dos semanas. El tren es cómodo y puedo ver mis maletas desde mi asiento (he traído una extra para cargarla de libros). Trato de seguir leyendo los relatos que debo calificar. De rato en rato echo un vistazo por la ventana y me quedo colgada en alguna de las fotografías que la carretera me ofrece. Pienso en César Vallejo y en su España, aparte de mi este cáliz. Yo cargaba el poemario del cholito en mi mochila hace dos años cuando cruzaba la carretera desde Nueva York hacia Washington D.C. Entonces me imaginaba en medio de los buses, trenes, autos de España. Y hoy estoy aquí, llena de experiencias, mensajes, sonrisas, cantos y poesía que compartir. He llegado en otoño para constatar los olores maduros de los pueblos a los que les falta el abrigo de una mujer nómada. El tren se detiene en Ciudad Real, se bajan unos cuantos y continuamos. La mujer sentada a mi lado me parece agradable, conversamos. Es de Córdoba. Me habla de su ciudad, de su gente y yo me imagino viajando algún momento allá. Llegamos a Sevilla y el tren nuevamente se detiene . Esperamos largo tiempo, me desespero. Quiero llegar rápido a Punta Umbría. Después de una hora ya se ven las luces. Hemos llegado. Hay mucha gente, pero entre todos reconozco la sonrisa de Uberto. Le saludo con uno de los versos del poema que le escribí hace tiempo.
En adelante visitamos una vinoteca, comemos, brindamos y nos ponemos al día de todo aquello que el tiempo y la distancia no nos ha permitido. Luego vamos al Bar literario 1900. Ahí Uberto inició las tertulias literarias los jueves por las noches en 1992. Me presenta a Antonio quien está a cargo del bar. La pared está forrada con fotografías que me gustan, libros y antiguedades. La pasamos bien, pero no puedo extenderme como quisiera pues estas noches en Punta Umbrías tendré que dividirlas entre los textos que me faltan y un nuevo paquete de relatos. Antonio pasará mi documental en el bar un día de estos.
Punta Umbría me recibe con la humedad de un puerto. No una humedad que asfixia sino una que me invita a sentarme en la barandilla al pie de la rìa. Los barcos no tienen insomnio, ellos descansan mientras yo los observo. Aquí el tiempo se cuela de los postes de luz, quizá el alma de una gitana transite las calles desoladas de la media noche. Una vez más estoy sola en una pieza de hotel, que será mi habitación durante varios días. Escribo desde una cama que me siente aún extraña. Pienso lo de siempre: ¿Qué otros cuerpos pasaron por aquí? Todo es silencio. Espejo, lámpara, cuaderno verde. Tengo los pies helados y las manos olvidadas. No llevo reloj.
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Avanzamos por la carretera para atravesar la frontera con Portugal. Me encanta lo que veo. Los pinos, las curvas, el Odiel invitándome a escribir sobre él. Uberto coloca un disco de Adriana Calcanhoto. Cantamos en portugués y reímos. Vembora. El día es precioso. El puente se transforma en figuras que sólo ocurren en mi mente. Avanzamos por el camino viejo y observamos los pueblitos en los que esa nostalgia propia de la tierra portuguesa nos contagia. Las casas son todas blancas. El verde y el terracota de los huertos y las cerámicas rompen con tanta inmaculez. Unos cuantos viejos pasan con sus boinas sobre las cabezas y un grupo de niños avanza con sus bicicletas, dejando huella a su paso, levantado el polvo. Cualquier leve movimiento rompe con la quietud de la postal.
Llegamos a Casela Velha, una aldea donde las casas son de fachada humilde. Una Iglesia del siglo XII y una especie de fuerte poligonal que escolta el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa, una sucesión de istmos y larguiruchas islas arenosas que discurre paralela a la costa a lo largo de 50 kilómetros, hasta la península de Ançao, cerca de Faro, formando un laberinto de agua, canales, caños, esteros, dunas y playas de 18.000 hectáreas.
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La comida es exquisita. Los mariscos son jodidamente deliciosos, igual ue en Punta Umbría. Me acordé de mi madre que adora este tipo de comida (en realidad todo tipo de comida, como yo) , estaría fascinada de servirse esta ollita de arroz marinero y para ella va esta foto. Con un buen vino, por supuesto.
Llegamos a Casela Velha, una aldea donde las casas son de fachada humilde. Una Iglesia del siglo XII y una especie de fuerte poligonal que escolta el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa, una sucesión de istmos y larguiruchas islas arenosas que discurre paralela a la costa a lo largo de 50 kilómetros, hasta la península de Ançao, cerca de Faro, formando un laberinto de agua, canales, caños, esteros, dunas y playas de 18.000 hectáreas.
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La comida es exquisita. Los mariscos son jodidamente deliciosos, igual ue en Punta Umbría. Me acordé de mi madre que adora este tipo de comida (en realidad todo tipo de comida, como yo) , estaría fascinada de servirse esta ollita de arroz marinero y para ella va esta foto. Con un buen vino, por supuesto.
Entramos a Faro escuchando un homenaje a José Alfredito Jiménez mientras leemos los letreros en portugués, las placitas, el suelo empedadro. Llegamos al centro de la ciudad y apagamos el auto. Nos envolvemos con el ambiente de esta ciudad que acoge. Caminamos bajo los puentes. Y yo feliz entre las puertas viejas y los negocios de castañas en las esquinas. Una que otra galería se camufla entre callejones oscuros. Encontramos una feria y volvemos a ser niños. Luego las rieles, el gallo de la catedral y Las Marismas en Sepia. Pedimos un capuccino en el Cafe Alianza para rematar la tarde. Ainda posso sentir o cheiro do Algarve, ainda e para sempre.