El día era soleado, pero reservamos las Tecates heladas para cuando aparecieran los cactus y los saguaros silvestres. El camino fue divertido. El paisaje era precioso, se extendía por kilómetros la misma imágen. La carretera estaba prácticamente desolada. Yo tenía el mapa en la mano y Sage el pie en el acelerador. Tomamos una vía alterna para pasar cerca a todos los parques nacionales que quedaban en el camino. Sage es un muchacho muy dulce y muy valiente. Lo recordaré por caminar siempre descalzo sobre suelos irregulares. Para cualquier citadino eso seía una tortura, pero para Sage eso es un placer, un masaje para los pies. Yo, que soy bailarina, tampoco siento dolor. Y siempre he dicho que me gustan mis pies arqueados y duros, ásperos por haber caminado tanto, bellos por ser inquietos. Sage me tiene el rostro de un felino, de un animal armonioso, de un león de las montañas. De hecho me regaló una piedra púrpura en la cual está incrustada una garra de un felino. Sage me habla en el camino sobre sus estudios, que integran antropología y medicinas tradicionales, por eso está pensando en viajar a Ecuador, porque sabe que allá tenemos mucho de lo que le interesa. Sage me cuenta cuando se inició en las artes marciales y cuando las perfeccionó en Asia. De rato en rato su abuelo lo llama para sugerirle que avancemos hasta Tucson, pero Sage le dice que es imposible que tomaría más tiempo y que yo estoy a punto de regresar a mi país. Le pregunto por su abuelo y Sage dice que lo quiere pero que le da pena ver como su abuelo se ha vuelto tan conformista y materialista.
Cuando entramos a Arizona pasamos por un montón de pueblitos que no conocía. Sage llevaba un sticker de Obama en la cajuela, y no bromeaba cuando decía que sería mejor que lo tapase pues la policía en Arizona es otra historia. La gente ahí es mucho pero mucho muuuy conservadora. Basta pensar en los dos senadores de Arizona: el hijo de puta de Joe Arpaio y McCain. Además no valía la pena dar motivo, pues había un pequeño detalle: Sage no tenía licencia. Así que si nos agarraba la policía a él lo multaban o lo llevaban a la cárcel y yo perdería mi vuelo a los Ángeles y en consecuencia a Ecuador. Seguimos buscando en el mapa un lugar donde acampar y decidimos que Black Lake era un buen sitio. La noche estaba helada, yo traté de abrigarme lo que más pude. Descubrí una piedra volcánica y un árbol cuya madera parecía ser carboncillo. Pasé mi dedo por el tronco y me pinté la cara. Mújer búho dije en voz baja. Un venado empezó a hacerse escuchar. Debió ser uno grande porque los sonidos eran estrenduosos. Al principio sentí temor, pues los animales ahí están libres y podrían oler la comida que se preparaba en el fuego. Sabía que mientras este dormida un coyote o una serpiente podría acercarse. No había carpa, sólo una bolsa de dormir. Todo se calmó cuando alce mi vista al cielo y reconocí a la osa mayor. Entonces sonreí, y los sonidos de aquel venado fueron la más bella melodía de una flauta viviente.
Luego de recorrer buena parte de la carretera decidimos estacionar. Sabíamos que ya era hora de encontrar algún rótulo que diga algo. Pero el día era soleado y el paisaje totalmente árido. Logramos cosechar algunos frutos similares a las tunas. Estaban sabrosos pero demasiado calientes. Avanzamos un poco más y alcancé a ver una especie de torre de madera vieja, cuando volteé vi que en realidad todo era viejo, viejísimo.
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Ya en Phoenix me despedí de Sage con mucha tristeza. Le volví a agradecer por todo incluyendo la pera que me regaló el primer día que hablé en Fort Lewis College. Él se ríe y me dice que eso me hace especial. Le pregunto qué. Desde que te la di me has agradecido cada día, en algún momentito, lo que para cualquiera sería algo insignificante para tí parecería ser algo muy especial. Lo es -respondí- esos detalles así, espontáneos, sinceros, yo nunca olvido. Entonces sacó un atado de la planta que lleva su nombre: sage, y lo encendió como un inciencio. Él seguirá siendo mi ñañito, el león de las montañas. Veo como sube al auto y se aleja. Yo me quedó ahí, a la entrada de la casa, parada con la mochila al hombro en un silencio que ya no incomoda. El cielo empieza nuevamente a transformarse en esa gama inacabable de colores cálidos. Un coyote aulla y yo le respondo. Los dos sabemos que es hora de partir.