domingo, octubre 12, 2008

Arizona again. Acampar en el bosque y perderse en el pueblo fantasma

Sabía que serían veinte horas en bus de Durango hasta Phoenix, donde tenía mis maletas. De ahí debería viajar nuevamente a Los Ángeles para tomar el avión que me llevaría a Ecuador. Pero todo resultó mejor de lo esperado, pues mi ñaño (así nos referimos en mi tierra para decir hermano) Sage decidió viajar hasta Arizona para dejarme en Fountain Hills y él avanzar hasta Apache Lake y encontrarse con su abuelo que hace tiempo no veía. Eso significaba ahorrarme al menos la mitad de tiempo de viaje y con ello aprovechar para conocer otros lugares. Y así lo hicimos. La última mañana que desperté en Durango no la olvidaré. Abrí la ventana y me encontré un venado pequeño paseando por el jardín.

Kathy preparó comida para el viaje y algunas bebidas para hidratarnos en el camino. Antes de salir, Kathy me llevó a un restaurante mexicano y desayunamos huevos rancheros. Eso nos dio tiempo para conversar un poco más. La verdad es que la llegué a querer en este tiempo. Ella ha sido una exelente guía, anfitriona, amiga. Ya quiero que sea junio para poder recibirla en Quitu a ella y a Byron. Siempre se lo repetí, ella parece más ecuatoriana que muchos. En su auto tiene un cd de Julio Jaramillo, papel higiénico en la wantera y le encantan los bolones de verde y las tortillas de papa chola con queso. Un tiempo fue profesora en la Universidad Salesina, en mi ciudad, espero que vuelva a dar clases y que viva al menos un tiempo. Seríamos muy buenas amigas. Ya lo somos.
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El día era soleado, pero reservamos las Tecates heladas para cuando aparecieran los cactus y los saguaros silvestres. El camino fue divertido. El paisaje era precioso, se extendía por kilómetros la misma imágen. La carretera estaba prácticamente desolada. Yo tenía el mapa en la mano y Sage el pie en el acelerador. Tomamos una vía alterna para pasar cerca a todos los parques nacionales que quedaban en el camino. Sage es un muchacho muy dulce y muy valiente. Lo recordaré por caminar siempre descalzo sobre suelos irregulares. Para cualquier citadino eso seía una tortura, pero para Sage eso es un placer, un masaje para los pies. Yo, que soy bailarina, tampoco siento dolor. Y siempre he dicho que me gustan mis pies arqueados y duros, ásperos por haber caminado tanto, bellos por ser inquietos. Sage me tiene el rostro de un felino, de un animal armonioso, de un león de las montañas. De hecho me regaló una piedra púrpura en la cual está incrustada una garra de un felino. Sage me habla en el camino sobre sus estudios, que integran antropología y medicinas tradicionales, por eso está pensando en viajar a Ecuador, porque sabe que allá tenemos mucho de lo que le interesa. Sage me cuenta cuando se inició en las artes marciales y cuando las perfeccionó en Asia. De rato en rato su abuelo lo llama para sugerirle que avancemos hasta Tucson, pero Sage le dice que es imposible que tomaría más tiempo y que yo estoy a punto de regresar a mi país. Le pregunto por su abuelo y Sage dice que lo quiere pero que le da pena ver como su abuelo se ha vuelto tan conformista y materialista.

Sage es todo lo contrario. Me dice que su abuelo es de origen italiano. Que en su juventud fue un mafioso y que una vez inentó asesinar a su yerno. Que ahora es un conservador- republicano. Yo dije: ¿Pero a quién me quieres presentar?... él se rió y dijo que le entristece verlo tan cerrado, que es difícil cambiar de parecer a alguien de esa edad, pero que no pierde la esperanza. Yo le dije que le entiendo, pues mi primera parada en EE.UU., y donde mis maletas aguardan, era Fountain Hills, y la señora que vive ahí es la que incialmente me invitó, pero que paradójicamente es el único lugar en toda mi ruta, en el que no me sentí cómoda. Ella resultó ser conservadora, republicana y cristiana a morir. Ya me imagino cómo me vería... como una mismísima hija de Satanás, sólo por decir lo que pienso y actuar sin máscaras. Una vez, cuando regresaba de Nuevo México en la van del viejo Lui, abrió la puerta y me dijo... tú si que eres atrevida, pero lo dijo como si estuviese frente a la mismísima Lilith expulsada del paraíso. Para mí fue un cumplido. Sí, me atrevo. Y por eso tengo la suerte de haber aprendido tanto de gente sencilla y valiosa cuyas palabras no se compran. Perdón si yo no alabo a dioses que tengan que ver con el poder, cuando lo que trato -como decía Nietzche- es matar un dios cada noche para poder dormir tranquila, aunque en mi caso a veces mate uno y amanezca con tres en mi cama.... dioses, señores, dioses.
Pasamos Colorado y llegamos Nuevo México. Vi nuevamente la Historic Route 66 y en mi mente estallaron nombres, rostros, voces que había dejado en ese estado. Moona, Amu, Andrew, Félix, el buen Tom, las dos mujeres que me compraron medicina cuando enfermé y perdí la voz en Santa Fe, Elizabeth, el viejo que me recordaba Ginsberg, Douglas y su amigo, Nancy Red Star, Rodha, Jasper, los dos muchachos españoles que estuvieron en la hostal la noche en la que el psicópata estaba rondeando las habitaciones, los indios taos, los mashikuna acoma, navajo, hopis, zuni, lakotas, etc, etc, etc. Sage colocó una de Cat Stevens y el cielo cambió de color.

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Cuando entramos a Arizona pasamos por un montón de pueblitos que no conocía. Sage llevaba un sticker de Obama en la cajuela, y no bromeaba cuando decía que sería mejor que lo tapase pues la policía en Arizona es otra historia. La gente ahí es mucho pero mucho muuuy conservadora. Basta pensar en los dos senadores de Arizona: el hijo de puta de Joe Arpaio y McCain. Además no valía la pena dar motivo, pues había un pequeño detalle: Sage no tenía licencia. Así que si nos agarraba la policía a él lo multaban o lo llevaban a la cárcel y yo perdería mi vuelo a los Ángeles y en consecuencia a Ecuador. Seguimos buscando en el mapa un lugar donde acampar y decidimos que Black Lake era un buen sitio. La noche estaba helada, yo traté de abrigarme lo que más pude. Descubrí una piedra volcánica y un árbol cuya madera parecía ser carboncillo. Pasé mi dedo por el tronco y me pinté la cara. Mújer búho dije en voz baja. Un venado empezó a hacerse escuchar. Debió ser uno grande porque los sonidos eran estrenduosos. Al principio sentí temor, pues los animales ahí están libres y podrían oler la comida que se preparaba en el fuego. Sabía que mientras este dormida un coyote o una serpiente podría acercarse. No había carpa, sólo una bolsa de dormir. Todo se calmó cuando alce mi vista al cielo y reconocí a la osa mayor. Entonces sonreí, y los sonidos de aquel venado fueron la más bella melodía de una flauta viviente.
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Luego de recorrer buena parte de la carretera decidimos estacionar. Sabíamos que ya era hora de encontrar algún rótulo que diga algo. Pero el día era soleado y el paisaje totalmente árido. Logramos cosechar algunos frutos similares a las tunas. Estaban sabrosos pero demasiado calientes. Avanzamos un poco más y alcancé a ver una especie de torre de madera vieja, cuando volteé vi que en realidad todo era viejo, viejísimo.
Habíamos llegado sin pensar a Goldfield, un pueblo minero que había existido hace mucho tiempo. Ahora era una especie de pueblo fantasma. A mí que me encanta todo lo viejo, bajé en seguida del auto y empecé a recorrer cada rincón. Cantinas, autos destartalados, rieles de tren. Llamé a Mark pues tenía ganas de cantar Coal Miners Daughter, y yo sabía que él la disfruta tanto como yo. Había escuchado de ese lugar pero no pensé conocerlo porque quedaba muy muy lejos. Arenas, rocas, catus. Oh sí, bienvenida nuevamente al desierto.
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Ya en Phoenix me despedí de Sage con mucha tristeza. Le volví a agradecer por todo incluyendo la pera que me regaló el primer día que hablé en Fort Lewis College. Él se ríe y me dice que eso me hace especial. Le pregunto qué. Desde que te la di me has agradecido cada día, en algún momentito, lo que para cualquiera sería algo insignificante para tí parecería ser algo muy especial. Lo es -respondí- esos detalles así, espontáneos, sinceros, yo nunca olvido. Entonces sacó un atado de la planta que lleva su nombre: sage, y lo encendió como un inciencio. Él seguirá siendo mi ñañito, el león de las montañas. Veo como sube al auto y se aleja. Yo me quedó ahí, a la entrada de la casa, parada con la mochila al hombro en un silencio que ya no incomoda. El cielo empieza nuevamente a transformarse en esa gama inacabable de colores cálidos. Un coyote aulla y yo le respondo. Los dos sabemos que es hora de partir.