Helga me rechazó porque odiaba la música, odiaba el piano con todas sus fuerzas. Todo aquello formaba parte de la disciplina necesaria para poder disfrutar en casa, al pricipio, de una niña prodigio. Después, la joven concertista recorrería todos los teatros de Europa. Dijo odio, música, madre, cárcel. Yo discutí y repetí música, belleza, talento innegable. Así, esas fueron mis palabras. No podía creer que alguien odiara tanto algo que entonces yo creía que podía dar sentido a cualquier cadena perpetua. Ella me miró con asco. Se sentía una mecanógrafa que empareda su juventud con acordes dentro de un jarrón de flores estampadas. Mis años en París con Helga, mis clases de literatura en la Sorbona se llenaron de finas grietas, de esas que hay sobre los lechos de los ríos secos. Y me dejaron de importar los elogios que el profesor Kleisman daba a mi caligrafía y a mi acento de Tolouse. No lo sabía, pero dentro de poco sólo utilizaría mi esmerado francés para cagarme en la madre de los que estaban al otro lado de la trinchera. Así, a grito pelado. Helga era para Hans, que era capaz de leer en el sufrimiento de sus dedos. .
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Carlos Frühbeck Moreno, La Ceguera de los Siervos, IX Premio Nacional de Relatos Canaleta, Editorial Essan, Punta Umbría, 2007.