"Durante la última quincena de su vida, Kant se producía en forma que no sólo carecía de sentido, sino que resultaba contradictoria. Veinte veces en un minuto aflojaba y ataba el pañuelo que llevaba al cuello, y lo mismo hacía con el cinturón de la bata: no bien lo tenía atado, lo soltaba con impaciencia, para volverlo anudar al instante.
Por aquel tiempo, muy rara vez conocía a los que estábamos alrededor y nos tomaba a todos por extraños. Así le ocurrió primero con su hermana, después conmigo y finalmente con el criado. [...] silencioso o balbuciente como un niño, encerrado en sí mismo y torpemente abstraído o bien ocupado con los fantasmas e ilusiones de su imaginación, despabilándose por cualquier tontería, enfrascado durante horas enteras en lo que eran acaso fragmentos dispersos de grandes ensueños destinados a perecer."
(E. Wasianski y Thomas de Quincey, Vida íntima de Kant)