martes, mayo 17, 2011

Cuauhtémoc, la fábrica de chocolate, carretera, regreso a Las Vegas, tacos al pastor...


Al escribir estas líneas no le hago justicia. Porque Cuauhtémoc (qué en lengua náhuatl significa águila que desciende), además de ser quien nos ayudó llevándonos de Arizona a Las Vegas, es un hombre digno de admiración. Su historia la tengo escrita en mi diario, el mismo que ahora mismo está traspapelado y no quisiera que la memoria me traicione al hablar de él, su familia y todas sus fascinantes anécdotas. Por lo pronto diré que este hombre es un mexicano sumamente emprendedor y creativo, que sin olvidar sus raíces se ha abierto campo en estas tierras y que al oirlo hablar hasta la piel se enchina, porque no le ha tocado fácil, como todo migrante, y sin embargo ahora no sólo tiene un trabajo estable en el Gran Cañón, sino que por su parte tiene tierra y animales y hasta una "fábrica de chocolate", un negocio en plena carretera donde la madre de sus hijos elabora y comercializa este producto. Conocimos el lugar porque en el camino pasamos cerca de su casa y se fijó que estábamos hambrientos, sedientos y cansados. Él también necesitaba estar bien despierto para poder manejar de corrido hacia Las Vegas y luego regresar por las mismas al pueblito donde vive, en Arizona, así que nos invitó a tomar café y nos ofreció pan y pastas. Mientras comimos, Cuauhtémoc nos contó que desde que cruzó la frontera ha sido honrado y trabajador (ha trabajado en innumerables oficios) y que en este último negocio se le ocurrió hacer alianzas con ciertas operadoras turísticas, una especie de canje, en el que su negocio sea punto obligado de paso. Cuauhtémoc siempre soñó con ser futbolista cuando estaba en México, pero sabía que allá no habría futuro como tal, sin embargo su hijo sueña con ser boxista y Cuauhtémoc no duda un segundo en apoyarlo. Cuauhtémoc hace honor a su nombre, pues parece encarnar ese liderazgo innato que tuvo el último emperador azteca. Una vez que regresamos, y que al ingresar nuevamente al Strip parecía que todo lo que habíamos vivido era un hermoso sueño,  sobre todo porque seguíamos cantando rancheras y teníamos el rostro empolvado. Finalmente Cuauhtémoc nos invitó a comer en un restaurante mexicano, pero de los propios, como él mismo enfatizó. Así que terminamos devorando unos taquitos de carne asada y al pastor, con todas las de ley... y unas agüitas de jamaica que supieron a gloria en nuestras bocas aún secas por los vientos del desierto.