(fragmento)
Doblo la carta, ensalivo el sobre y me visto para ir al buzón del internado. Pero el Murciélago, que ha seguido bebiendo solo, aparece con una cara de ultratumba y un descuajeringado libro negro en la mano. Tambaleando y fumando, me lee un párrafo de Una temporada en el infierno, que me hace pedazos. Antes de irme al correo decido leerme el libro escrito con las venas abiertas por un tal Rimbaud que, también pelado como yo se mandó a cambiar de su aldea de mierda que no se llamaba Albura sino Charlesville. Hasta el amanecer siguiente lo he releído tanto que ya lo siento sangre de mi sangre. Entonces sí, tomo la determinación de matarme, pero sin ningún apuro. Rompo la carta de adiós de mamá y empiezo a matarme de pura vida.
Desde ese día me convierto en una mezcla de payaso y fantasma con la nariz pegada a los libros. Viejos libros ultrasubrayados y forrados de negro, que me presta el cada vez más Murciélago. Son los benditos Poetas Malditos que me resultan perfusión de heroína con melaza. Pueden reírse de mí y de mi cara de huérfano, pero yo ando en otra onda, tipo ánima bendita. Ahora sólo me asumo como payaso cuando hay fiesta. Cuando hay bebida, cuando arrogante y borracho, Yo el payaso, decido, bueno, esta vez lancemos un poco de carne a la jauría.
De qué risa, todos lloraban, Ed. Estación sur, Quito, 2008.