
Mark y Carla
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Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero.* Sus ojos el advenimiento de todas mis reencarnaciones, de todas las sonrisas que en su tiempo no pudieron. Cualquier mujer anarquista lo hubiese adorado. Emma Goldman hubiese nombrado a Mark en su manuscrito del amor libre. Tina Modotti hubiese confesado en sus cartas no haber conocido mejor compañero. Clarice, Anais, quien sabe hasta Alejandra. Todas mis mujeres de mente explosiva. Caóticas. Geniales. Infinitas. Todas las que por ningún motivo permitirían ser opacadas-anuladas-absorbidas lo hubiesen amado. Porque al final todas las que defendemos nuestra historia de amor defendemos nuestro nombre. Propias ideas, propios pies, propios pasos. Nunca nadie como él tan amigo. Tan alumno. Tan maestro. Mark camina siempre a mi lado cantando aforismos para evitarme caídas. Siempre cantando versículos de sabios cuando necesito levantarme. Él me habla de la bajeza humana a la que se enfrenta a diario cuando está en uniforme, cuando encuentra gente que se viola-mata-acaba entre sí, cuando evita suicidios, cuando rescata chiquillos perdidos por la calle, cuando le habla al viejo al que ya nadie le habla. Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y revivo. Y me invierto. Todo en la vidas son papeles invertidos. En esta línea que escribo soy la niña que juega con letras. Y en ésta soy la anciana que mira su descendencia. Mi descendencia son las palabras. Hijos que muerden mi pecho para alimentarse. Mark me dice que algún día lejano alguien abrirá mi libro y se sentirá identificado. ¿Quién se sentirá identificado con este texto? ¿Con este conjunto de pequeñas batallas? ¿Quién encontrará nuestros rostros en algún libro olvidado?
Por ahora sonreímos.
* Alejandra Pizarnik