
Ninguno de mis amigos entiende el idioma que hablo esta noche. Apenas tres desconocidos ríen conmigo. Tres desconocidos y Crazy Roy, el loco elegante que grita en la cara a la gente y tumba sillas en los cafés del barrio. Sí, Crazy Roy es amable conmigo, y en su disimulada pobreza me brinda un cigarro y me pregunta por Mark. Parece que todo North Beach quiere darse cita en este bar, incluso los que no vienen con frecuencia. Entro y me siento en la barra con mis tres nuevos amigos. Siento como si todos mis personajes se revirtiesen contra mí. Todos observan con celo cada uno de mis movimientos como si esperaran a que yo de algún paso en falso para sacar sus dedos y dispararme. A lo mejor todo es producto de mi paranoia. Pero aun así algo de cierto debe haber en sus miradas inquisidoras. Algo de cierto en sus dientes afilados. Algo de cierto en su saliva. Algo. Algo. Algo.
Siento asfixia.
Asco.
Miedo.
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El enorme perro negro -al que su dueño llama Oliver- descansa en el callejón de Specs. Hombres y mujeres se acercan para acariciarlo. El perro tiene más suerte que los vagabundos de la acera. Salí nuevamente porque adentro la cosa se puso insoportable. Ya ni la música del pianista se podía escuchar. Jessi estaba totalmente borracha y agresiva con todo el mundo. A mí me gritó sacándome en cara que soy media rara y que de repente me aíslo metiéndome en mi mundo y desapareciendo de un momento a otro sin dejar rastro. No pude contradecirle porque es cierto. Pude explicarle algunas de mis razones y sin embargo no lo hice porque por experiencia sé que hacerlo con un mal borracho es perder el tiempo. Me acerqué a la barra y le pedí a Jaqui que me diera un "vino" para tranquilizarla, un vino que en realidad iba a ser agua con una pizca de alcohol para disimular el engaño. Sin decirle nada le dejé la copa en su mano como si hubiese dejado alimento en las manos de una mendiga. Salí en seguida, toreando a la mayoría de gente. Sólo Ali Mongo me inspiró un abrazo. Todos los demás eran extraños personajes de una novela que yo misma creé. Todos diciéndome entre risas diabólicas: ¿De qué tienes miedo, pequeña Carla? ¿Qué piensas hacer esta noche cuando la lluvia estalle entre tus piernas? ¿Qué piensas ocultar a la vuelta de la esquina? ¿Qué piensas escribir? ¿Qué piensas ocultar? ¿Qué piensas? ¿Qué piensas?
Qué.
Qué.
Qué.
Qué.
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Catto y su novio pensaron que Louis, el músico que conocí en Enrico`s hace dos horas, y yo éramos amigos desde hace mucho tiempo. Debe ser porque nos escucharon cantar juntos con tanta pasión que pensaron que éramos un dueto de esos que viajan por el mundo alegrando almas nocturnas a cambio de unas cuántas monedas. Lo cierto es que Louis es un muchacho más sedentario que nómada; de Conneticut se vino directo a San Francisco y ahora vive en Casa Melissa donde yo antes tenía una habitación. Louis apenas lleva dos meses en el barrio. Tiene unas rastas muy largas que enmarcan su rostro de niño bueno. Percibí que Louis no tiene miedo de hacer cualquier locura, y eso me encanta. Me encanta la gente que no teme hacer cosas que para otros pueden ser algo fuera de lo común. Louis se puso a bailar con Bob, con Daisy y conmigo mientras el otro músico tocó Garota de Ipanema para nosotros. Prometí ayudar a Louis con otras canciones. Yo llegué luego de que Louis hizo su intervención, pero pude asistir la interpretación de otra pianista que en su receso se me acercó porque dijo haberme reconocido de mi lectura en el Palacio de Finas Artes el año pasado. Daisy me dijo que la pianista ahora vive en la habitación 305 en Casa Melissa, la misma habitación que tuve el verano pasado y que entre sus paredes varios secretos de mí encierra.
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Catto y su novio nos invitaron a seguir en su departamento en Chinatown. Compramos vino en Broadway y fuimos caminando hasta Trenton y Pacific. Cuando llegamos me di cuenta de que estábamos a menos de una cuadra del edificio donde Mark me dijo que unas lesbianas habían abusado sexualmente de una jovencita. No dije nada, pero sentí un poco de miedo por el barrio. En todo caso al llegar al lugar me sentí muy cómoda. Catto no nos dijo que era pintora hasta que abrió la puerta y vimos sus cuadros, retratos con un estilo muy particular. Luego subimos a la terraza. La noche se iluminó en las alturas. Pude ver el Bay Bridge como pocas veces, la pirámide muy cerca de nosotros y a lo lejos Coit Tower apagada. Tuve una sensación de paz en todo mi cuerpo. La guitarra y la voz de Louis, la risa de Catto, la nostalgia de V. por los amigos que dejó en Buenos Aires, todo era genial ese momento. Pero nada como ver a North Beach tan cerca y a la vez tan lejos. North Beach indefensa. Nada como disfrutarla desde arriba sin que nadie me conozca; sin que nadie interrumpa, sin que nadie haga preguntas; sin que nadie espere de mí una respuesta.