*
Amanece en Logroño. Y es martes. Un martes que no lo es. En realidad es un día sin nombre disfrazado de martes para que afuera la gente se lo crea. Un día escapado del calendario, huído de todo plan. Como yo, que también escapé del itinerario y el domingo desperté en Punta Umbría, ayer en Illescas y hoy en Logroño. Desde que llegué a Europa no uso reloj, y sé que ese privilegio acabará cuando regrese. Pero ahora estoy aquí, amaneciendo sin prisa. Sola. Cobijas calientes. Silencio placentero. Ropero escoltándome. Miro el techo y sigo dibujando el mapa imaginario que no me canso de trazar. Giro a mi derecha y apunto a la ventana con mis ojos. Cielo blanco. Ah, el otoño. Otoño en España, en La Rioja, en mi cama. Me levanto y recorro despacio el cuarto que Pepe me cedió. Me acerco a la ventana y la primera imagen que grabo en mi cabeza es la del parque amurallado entre este edificio y el del frente, el césped verdísimo invitándome a salir, llamándome a hundir mis pies en su humedad. Salgo de mi habitación en cuclillas y me asomo a la sala, donde compruebo que Pepe sigue durmiendo en su colchón. Nico ya se despertó, estira la cola y maulla al verme. Camino por el pasillo y la puerta de la habitación de Joanki sigue cerrada, supongo que también duerme. Observo con atención los afiches que decoran el pasillo. Me gusta el de la película “El Agujero”, del mexicano Beto Gómez: dos esqueletos tomados de la mano, parecen ser padre e hijo. El padre lleva una botella en su mano derecha y el hijo -con sombrero y pañuelo al cuello- observa al padre con la mandíbula abierta. Atrás de ellos se lee un letrerito que dice: cárcel municipal. Y abajo reza una inscripción: “Estar adentro, estar afuera es la misma chingadera”. Me río. Por el título, el concepto y la frase del cartel, intuyo que el film se trata de descepciones, sueños truncos, día de los muertos y harto tequila. Me gustaría verla. Hay otro afiche que también me gusta, se titula “Autómatas” y debajo cuatro tipos sin rostro y vestidos elegantemente de negro, apenas iluminados por cuatro sutiles líneas blancas. Nico aúlla por segunda vez desde la sala. Me detengo en el afiche de la película de Juanjo Giménez Peña, en la que Pepe fue el protagonista: “Nos hacemos falta”. Siento mucha curiosidad por verla. El cartel me seduce: carretera y cielo infinito, en mitad del camino una especie de camión colorido, a los costados hierbas secas. En el extremo izquierdo de la carretera se ve un niño, y a la derecha: Alex (Pepe), corriendo de espaldas y llevando dos bolsas consigo. Esa imagen me evoca tantas escenas en las que yo fui la protagonista: carreteras áridas, zapatos gastados, camiones en medio de la nada, mochila al hombro y la prisa, siempre la prisa, a la hora de abandonar un lugar. El último cartel en el pasillo corresponde al grupo de teatro en el que Pepe actuó por muchos años, la Gran Compañía de Cómicos “La ducha es dicha”, un cartel cuyo autor –según me contó Pepe- no tardó más que 10 minutos en pintarlo. El afiche muestra un gracioso hombrecillo en la ducha, y su cara de satisfacción en medio del agua. Yo también quiero mi momento de dicha, así que tomo la toalla y voy directo a la ducha. Antes de cerrar la puerta, Nico aúlla por tercera vez.
**
Pepe se levantó, sin pereza. Apenas estuvo listo me ofreció un gran desayuno en el que incluyó -entre otras delicias- café con leche de soja y una sonrisa amplia. Se enciende un canuto. El café se siente mejor desde esta ventana. Pepe juega con su cámara y me saca algunas fotos mientras escribo en su computador. Me dice que le parece casi increíble que hace tan sólo unas semanas yo ni siquiera sabía de su existencia, porque a pesar de que él seguía todas mis vivencias y periplos desde Kitu hasta las tierras lejanas del norte, nunca dejó ningún rastro sino hasta mi regreso, cuando me envió esa carta preciosa que aún conservo. A mí también me parece extraño, pero maravilloso. Y es curioso que ahora mismo esté usando su teclado para actualizar mi blog -ese que sirvió como vínculo entre su mundo y el mío-. Todo es una gran cadena. Y cada persona que aparece en mi camino lleva consigo una argolla escondida bajo el brazo, una argolla que se van enlazando al cúmulo de las mías. Un viajero entiende muchas cosas sólo cuando ha pasado cierto tiempo, o al menos las entiende de otra forma, sabe que aunque siempre quede la duda del qué hubiese pasado si tomaba otra dirección o si subía a otro bus o si dormía en otro hotel o si decidía amar a otra persona, nadie le quitará las llaves de su experiencia. Después de todo, nos queda la memoria para perpetuar el viaje, aunque eso también tenga otro costo, pues no es fácil echar la vista atrás y toparnos con nombres que ahora son cenizas, o escuchar la voz distorsionada de quien en su momento nos cantó las más bella de las sonatas. La memoria puede ser peligrosa si el viajero no es conciente del precio que debe pagar por haber sido testigo de los más grandes misterios.
Bebiendo el infaltable café con leche de soja, la especialidad en casa de Pepe.
Pepe me lleva a una librería a la que él suele frecuentar. Me lleva porque ayer le comenté que quiero conseguir tres de los libros que Mark me recomendó en San Francisco: El manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, Anatomía de la melancolía de Robert Burton y Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy. Además echaré ojo a otra lista de libros que hice antes de venir, y que sé que a mi regreso será casi imposible conseguirlos, sobretodo si se trata de autores de acá. Al entrar a la librería ocurre lo que es habitual en mí, me olvido de todo y empiezo a tocar, oler, hojear. Abrir páginas al azar y leer un párrafo de algún libro que capture mi atención. Cuando el librero aparece le pregunto sólo por el libro de Potocki y el de Burton, porque me doy cuenta de que no cargo mucha plata en el bolsillo, así que pido los que creo son más difíciles de conseguir. El librero me trae enseguida el libro de Potocki.
-El manuscrito lo tenemos sólo en esta edición. ¿Está bien?
-Está perfecto, digo. ¿Y que pasó con el de Burton?
-Lo sentimos. Se nos agotó hace ya un tiempo.
-Mierda, susurro.
-Pero si gusta podemos ponerlo en lista de pedidos.
-Pero cuándo lo traerían.
-Pronto. Una semana quizá.
-Imposible, es que yo no vivo aquí, y en una semana yo estaré en… en …en… Bueno, el punto es que ya no estaré en Logroño.
Pepe interviene y le dice al librero que no hay problema, que lo ponga en la lista. Pero si no estaré la pro……. Pepe me dice que eso no es problema, que cuando llegue el libro me lo enviará por correo a Ecuador. No quisiera causarle molestias, pero tampoco puedo negarme a ese regalo. Es más, Pepe pide que traigan dos libros del mismo título. Estás seguro, le pregunto, es que no sé si te vaya a gustar, te lo digo porque el libro puede resultar bastante pesado, ya que en realidad es una especie de enciclopedia. Un ensayo médico, filosófico e histórico de un librero suicida. Incluso el mismísimo Emil Ciorán dijo que la Anatomía de la melancolía “lleva el título más bello que se haya inventado para un libro”, pero cuyo contenido le resultaba indigesto; y es que a pesar de haber sido publicado en 1621, ha llegado a ser una especie de tratado para las asociaciones de neuropsiquiatría. Contiene miles de citas. Pero que en lo personal, dado que la melancolía y la nostalgia son dos temas que me apasionan, será una verdadera revelación.
Pepe toma el libro de Potocki que el librero me dio y lo agrega a su cuenta. Nunca olvidaré esto, ojalá yo algún día también pueda regalarle un libro, un libro que el desee tanto como yo deseo estos ahora. El librero le pide el nombre completo de Pepe, y me parece escuchar José Pérez, o no sé si es solo mi idea. Pero me suena a otra persona, para mí es Pepe Pereza y punto. El librero le dice que los libros de Burton están ya ingresados en su lista, que por cierto, en espera tiene como 20 libros más, o algo así. Yo sonrío. Me da curiosidad saber cuáles son, pero no le pregunto. Tomamos nuestras cosas y salimos. Ahora sí, a recorrer la ciudad.
Uno de los tantos murales que llamaron mi atención
****Antes de salir a su trabajo, Joanki me avisó que pronto llegará una ola de frío a la ciudad, así que vine preparada y envuelta con mi wuipala de colores. Pepe me dice que aquel es el Arco de Revellín, una de las puertas de las antiguas murallas de Logroño. Parece como si estuviésemos en una locación para representar alguna batalla medieval, quiero sacar una foto pero mi cámara no aparece, así que usamos la suya, y trato de pensar que la olvidé en casa y no que la perdí. En adelante le digo a Pepe que ya se habrá dado cuenta que a veces olvido las cosas, y le pido que por ningún motivo pierda de vista mi cuaderno verde, que en su interior hay muchas huellas como para darme el lujo de perderlas. Entonces saca la cámara y toma una foto a mi diario junto a una de esas hojas que voy recogiendo en cada pueblo. Pepe me explica la historia de su ciudad de una manera muy práctica y divertida. Por ejemplo, me dice que la famosa batalla de 1521 entre logroñeses y franceses fue en realidad una batalla de mierda, y lo sintetiza así: los franceses vinieron de Pamplona a Logroño, y al llegar acamparon en las proximidades del río Ebro. Unos kilómetros más adelante había una presa. Y esa misma noche el único mando del ejército francés se dio una vuelta a caballo por aquí y hubo un bestia que desde la muralla le lanzo una piedra y le reventó el cráneo, con lo cual los franceses se quedaron sin su alto mando. Ya por la noche, cuando todos los franceses dormían en el campamento, los logroñeses soltaron la presa y los ahogaron a casi todos. Al siguiente día, muy temprano en la mañana, cuando ya el agua se había ido, los franceses que habían sobrevivido fueron acuchillados. Y san se acabó, esa fue la dichosa batalla. Entonces, al parecer, no murió ni un solo logroñés, le digo. -Pues precisamente ese es el orgullo de aquí, responde, y por el cual cada año se rememora la batalla de mierda y se celebran las fiestas de San Bernardo. "Cuando no los santos metiéndose en todo", concluyo. Y entre su risa y la mía, aligeramos el paso.
En el Arco de Revellín, una de las puertas de las antiguas murallas de Logroño
*******
Luego de la Calle Mayor, una de las más antiguas de la ciudad. Llegamos a un lugar precioso, lleno de restaurantes y bares pequeñitos. Cada local anuncia su especialidad. Se trata de la Calle Laurel, más conocida como La Senda de los elefantes (según Pepe, por las trompas que la gente agarra). Zona en la que años atrás Pepe también tuvo su bar, al que su querido amigo Nicolás, el poeta dadá, solía acudir religiosamente y beber hasta quedarse dormido en la barra, momento en el que Pepe aprovechaba para jugarle alguna broma, que por lo general tenía que ver con sus lentes. Pepe me advierte que me prepare porque aquí lo típico es tapear, es decir: picar un poco de esto y otro de aquello, pinchitos y buenos vinos de crianza (amo La Rioja, ¡¡qué buen vino, carajo!!), para luego salir directo a la siguiente tabernita y así sucesivamente hasta que el cuerpo y el bolsillo aguante.
Pepe devorando una deliciosa orejita rebozada
La idea me encanta. De hecho ya lo experimenté en Sevilla con Uberto, y nos fue de maravilla, aunque allá la especialidad era el pescaito y la cerveza (La Cruzcampo en Andalucía). Acá existe una particularidad, y es que cada bar está especializado en una tapa y los nombres son de lo más curiosos: calzoncillos, reliquias, matrimonios, zapatillas, cojonudos, etc. y otros más normales: pinchos de champiñones, pinchos morunos, oreja rebozada, etc. Algo que me llama la atención es que en todos estos bares se encuentran cientos de servilletas sucias, colillas de tabacos y demás basurillas en el piso, bajo los asientos de la barra. Al principio me pareció que no había nadie que limpiara, pero al parecer es tradición. Y en realidad, cuando uno sigue entrando a más tabernas, ese escenario resulta encantador.
(tapas -vinos-tapas-vinos............)
Ahora, ya he perdido la cuenta de cuantas tapas y vinos llevamos, aparentemente no muchas, pero creo que de ver tanta comida ya me siento llena. Sé que debo parar, porque por más que todo se vea exquisito tras las vitrinas gastronómicas, mi estómago no es de hierro. Yo soy de las que comen duro, pero hoy siento mi estómago un tanto frágil, no sé si fueron las tres tazas de café seguidas, más otros aderezos humeantes, más las no-sé-cuántas delicias cuyos nombres no me acuerdo y más y más y más…. Ayayay. Creo que llevo adentro una bomba de tiempo.
*******
Avanzamos a otra de las calles del corazón viejo de Logroño y aparece una torre larga de ladrillo. Pepe me explica que se trata de la chimenea de la antigua tabacalera. Toda la zona vieja está llena de pequeños grandes detalles. Entramos a la Calle Portales, donde la gente iba a pasear antaño, y en cuyos pequeños portalillos se colocaba las antiguas carteleras de cine. De manera que si uno quería enterarse de que películas estaban disponibles, tenía que venir hasta aquí.
Junto a la chimenea de la antigua tabacalera
Luego de caminar un buen rato, llegamos a La Plaza del Parlamento. Me encanta la arquitectura antigua: puertas con inscripciones extrañas, paredes color sepia, calles empedradas. Íbamos riendo hasta que llegamos a una especie de callejón. Pepe se detiene en seco.
-¿Ves esa casa de allí?
-Sí
-¿Ves ese cuarto piso?
-Sí
-Desde allí se cayó una niña de siete años. Murió de contado. Estrellada contra el piso.
.
Me quedo helada.
-Y tú lo…
-Lo vi todo.
Se me secó la garganta. Pude imaginar el rostro de la pequeña estampado contra las piedras, y una hilera de sangre zigzagueando a su alrededor. Pepe me contó el resto de la historia con más detalles, pero yo me quedé colgada en la parte en que su madre se asomó a la ventana y constató que ese cuerpecito abajo era el de su niña. La madre desde luego enloqueció. En ese momento sentí el grito de la mujer y el viento sopló más fuerte y trajo un olor a sangre rancia. Una vez más todo había ocurrido en cuestión de segundos como muchos accidentes, como muchos amores, como muchas muertes. El viento insistió con un hálito soberbio, pero esta vez nos trajo olor a vino, a vino añejo, otro tipo de sangre.
Al fondo, la casa de donde la niña cayó
*****
Pepe y yo regresamos en el auto. Le pregunto cómo se llama el barrio en el que estamos, y me dice que le dicen la zona del cubo. ¿Por qué la llaman así?. -Sinceramente... no tengo idea-, responde. Y enseguida sonríe. Eso es algo que me gusta de Pepe, su espontaneidad. Lo siento sincero y nada pretencioso. Es de los tipos que si lo sabe lo dice y si no pues ni modo. No es de la gente que por quedar bien o pretender que sabe mucho inventa cosas. Pepe es un tipo tranquilo. Sólo verlo me da paz, me hace sentir relajada. Su seriedad es muy particular, es una seriedad nada dura, incluso graciosa. Por eso gocé cuando me contó de aquella vez en la que le tocó actuar junto a sus compañeros de la Compañía de Cómicos, vistiendo un tutú de bailarina de ballet clásico mientras leía unos textos afilados, de esos que podrían descolocar a cualquier buen cristiano. Al principio me costó imaginármelo así, pero luego entendí que eso apenas era una pequeña parte de las interpretaciones que le había tocado hacer. Lamento no haber podido estar ahí para verlas. Espero de corazón ver algún día a Pepe en acción.
Seguimos nuestro recorrido por la zona y Pepe me hace parte de sus recuerdos de infancia. De repente lo imagino niño. Me dice que cuando era pequeñito todo era prados y hierba, y que jugaba fútbol o al escondite con sus amigos, y que era como si estuviese en el fin del mundo pues ahí acababa la ciudad, más lejos no se podía estar. Pero han pasado décadas. Pepe y la ciudad han crecido. Igual que Kitu y mi persona, con la diferencia que en mi ciudad cada vez las casas trepan más y más por las montañas, y entonces por las noches parecería que el Rucu Pichincha tuviese algún evento de gala, y su traje fuese de luces. Kitu es más largo que ancho, le digo. Pepe dice que Logroño también, que cruzarlo a pie, a lo ancho, son como veinte minutos, pero de largo tomaría más tiempo, mucho más. Nos quedamos callados por unos segundos, observando el paisaje. Pepe sigue manejando, y yo pienso en que me encantaría algún día indicarle el volcán Pichincha, subir por el teleférico y enseñarle las nieves que lo cubren en las mañanas heladas. Y de repente siento frío, justo aquí, donde habita la memoria. Un frío prematuro, pienso, porque aún no me he ido de Logroño y ya empiezo a extrañar al amigo que se queda lejos.
De Diario de una viajera andina