jueves, marzo 05, 2009

Cuasi elegía a mi diario de viajes... y otras historias

Escribiendo sobre el Pow Wow indígena al que fui invitada.
Lake Capote, Colorado
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Durante los viajes que realicé por diversos pueblitos, ciudades y países de América y Europa, extravié más de un objeto, prenda o poema en el camino. Pero había algo que me era imposible abandonar: mi cuaderno verde, mi diario. Llegué a perder cosas realmente importantes. Por ejemplo, al inicio de mi aventura, cuando llegué a Phoenix, Arizona, perdí: visa, pasaporte, cédula de identidad y ticket de avión. Lo cual me convirtió de inmediato en una indocumentada en plena frontera con México. Recuerdo que luego de varios días de inútil búsqueda y espera –en el desierto todo ocurre más lento-, me senté en una de las rocas en medio del desierto de Sonora, y con un cielo descaradamente rojo y el aullido de un coyote, lloré. De impotencia y de puta rabia. Hasta que luego de varios días alguien llamó a casa de Flora, donde me alojaba, y le dijo: Necesito hablar con Carla Badillo Coronado, llamo desde Peoria (muy lejos de donde yo estaba) y quiero decirle que tengo todos sus documentos, quiero devolvérselos. No podía creerlo. Lo que vino después es otra historia, el punto es que los recuperé, y al cabo de un par de días tomé el bus en la estación Greyhound y partí hacia Nuevo México.
Mi diario y el otoño.
Logroño
(foto: Pepe Pereza)
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Pero incluso con todos esos antecedentes siempre me negué a guardar mi cuaderno verde en la mochila. Siempre lo llevaba en la mano, como desafiando al destino, como coqueteando con el riesgo. Tengo muchísimas anécdotas con respecto a este tema. Una de ellas ocurrió durante mi segunda visita a Albuquerque, en la que tuve la oportunidad de reunirme con el escritor español Vicente Luis Mora, quien fue muy amable conmigo y quien se encargo de llevarme a conocer algunos barcillos que no había visitado antes. Todo iba bien hasta que al salir de uno de los bares me di cuenta de que el cuaderno no estaba en su lugar, y me puse como loca. Recuerdo que llevaba además un poemario de Anne Sexton, pero el bendito diario no aparecía. Subí en un dos por tres de un piso al otro, en el local, y empecé a preguntar a todo el mundo por mi cuaderno verde. Pero nadie me dio razón. Hasta que finalmente di con él.
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Otra ocasión fue en Durango, Colorado, luego de un festival de danza con nativos lakotas, sioux, apaches y navajos. Las mujeres me habían sacado al círculo a danzar con ellas, y el trance con el sonido de los tambores es tal que uno se olvida de todo. Al terminar, fuimos directo a una especie de fogata donde se asaba la carne de venado. Ya con el filete en mi mano, me di cuenta de que me faltaba algo. Entonces nuevamente me puse como loca, y crucé el bosque de un solo salto hasta el otro campamento. Finalmente lo encontré. Y así, etc., etc., etc.
Escribiendo en mi cuaderno verde la entrevista con Neeli Chercovski en el Cafe Greco.
San Francisco

Lo que nunca me hubiese imaginado es que mi diario iba a desaparecer aquí, en Kitu, a mi regreso. Resulta que parte de mi último bajón se debió a que, cuando quise seguir avanzando con mi libro de viajes, y cuando además quise colgar en el blog, la continuación de mi viaje por Logroño, el cuaderno no apareció. Desbaraté mi habitación, y nada. En el estudio, y nada. En la sala, y nada. Cocina, baño, bodega, y nada. Llegué a buscar minuciosamente en los rincones más oscuros y pequeños de mi casa, y nada. No entendía cómo diablos pudo desaparecer. Era ridículo. Sobretodo, si tomamos en cuenta que desde que llegué prácticamente no he salido, salvo en muy puntuales ocasiones, casi todas relacionadas con mi grupo de danza. Lo demás han sido viajes a otras provincias y en cuyas investigaciones usé libretas. Muy de vez en cuando a librerías y cafés. Y pare de contar. Me parecía una mala pasada, una broma estúpida (en el fondo quería que sea una broma), pero conforme pasaban los días, la esperanza era cada vez menor.
Con Mark y mi diario, en el Cable Car
Frisco
Hasta que llegué al punto de hacerme al dolor, o al menos intentarlo. Me decía “bueno, Carla, después de todo no es tan malo. Sólo has perdido tu libro de viajes”. Silencio. El jodido silencio en el que sabía que no hacía más que engañarme. Solo perdí mi libro de viajes. Solo los meses más interesantes de tu vida. Solo, solo, solo, solo. Solo ese compañero que, como nadie, aguantó todo tipo de descaros, cursilerías, emociones, bajones, descripciones, alegrías, angustias, poesía, prosa, dibujillos, sueños, desvaríos, secretos; el que aguardaba los garabatos y manuscritos de locos, artistas y sabios nativos; en el que Jack escribió por primera vez su nombre y el de Aggie, junto a la dirección que luego sería mi hogar en North Beach, y en el que Mark inscribió sus datos junto a las direcciones de su casa y de la Estación Central y más abajo el primer título que me recomendó: Anatomía de la Melancolía, de Robert Burton, y que Pepe Pereza terminó enviándomelo desde Logroño a Kitu. Sólo perdí esos versos espontáneos que Beñat me escribió en el tren en Roma. Sólo perdí mis contactos. Solo, solo, solo. No hacía más que comerme mierda. Hasta que tomé valor y “decidí reconstruir la historia”, o por lo menos lo que estaba en mis manos –y en mi memoria, claro está-. Pensé que mi pérdida sería una más en esa extensa lista de manuscritos y diarios extraviados. Muchos de ellos en situaciones más trágicas: quemados, robados, o carcomidos por algún virus en el computador.
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Con Jack Hirschman, Aggie Falk, Laura Zanetti, y diaro en mano.
Frisco
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Tantas son las historias de estas catástrofes, que inclusive ya alguien se interesó por el tema y escribió un libro que recorre nombres y circunstancias devastadoras para cualquier escritor, pero que por el mismo hecho de ser trágicas, se tornan fascinantes. Se trata de Stuart Kelly, y su libro The Book of Lost Books: An Incomplete History of All the Great Books You’ll Never Read (Nueva York: Random House, 2006), una maravillosa investigación académica, en la que a lo largo de casi 400 páginas, Kelly nos acerca a la historia de decenas de libros que nunca llegaron a serlo por diversos motivos: la destrucción (el retrato de Sócrates que debería aparecer en las Fábulas de Esopo), la pérdida (Ultramarino, de Malcolm Lowry, que fue robado del interior del auto del que iba a editar la obra), la desaparición del autor (caso de La presa de Hermiston de R. L. Stevenson, al que la muerte alcanzó antes de poner el punto final), la destrucción (Gogol arrojó al "fuego purificador" la segunda parte de Almas muertas tras experimentar una conversión religiosa que le hizo pensar que toda literatura sólo era una forma de paganismo), el robo (a William Burrouhgs le robaron el manuscrito de El almuerzo desnudo), o simplemente la no escritura (así ocurrió, por ejemplo, con el que debería haber sido el segundo volumen de las memorias de Vladimir Nabokov, Habla, América).
El poeta, editor y amigo Uberto Stabile
Sevilla
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En una reseña sobre el libro de Kelly, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, nos cuenta que otro de los datos interesantes es que “no hay escritor clásico que no tenga uno o más libros perdidos. Algunos abusan de ello: de las dos mil obras teatrales de Lope de Vega nos quedan quinientas; Esquilo escribió más de ochenta, pero sólo han llegado siete hasta nosotros (Ptolomeo III adquirió de los griegos, para la Biblioteca de Alejandría, el único ejemplar existente de las Obras Completas de Esquilo; como estaba prohibida su transcripción, las Obras desaparecieron en el 640 a.c., cuando, bajo órdenes del Califa, Amrou ibn el-Ass decretó el incendio de la biblioteca)."
Con Vrunece, la noche que escribió en mi diario sobre la historia y la manera correcta de beber un Benedectine.
Tosca. San Francisco
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"(…) Impresiona la lista de autores de la antigüedad clásica que no han sobrevivido, y no porque el tiempo haya hecho su antología con ellos, sino porque, simplemente, los manuscritos se perdieron. Casi todos los nueve libros de poemas de Safo están perdidos, y de Suetonio no tenemos su Vidas de putas famosas ni Los defectos físicos de la humanidad, pero ambos se encuentran entre los afortunados, pues algo de ellos ha sido preservado.

El poeta y amigo Beñat Arginzoniz con mi diario
Roma

En cambio, no queda nada de Xenocles (mencionado por Aristófanes), Accio (autor de una de las primeras tragedias en latín), Ennio (considerado el “padre de la poesía romana”), Magnes (un precursor de Walt Disney: fue el primero en hacer que los animales hablaran en sus obras), Eugammo (se atrevió a escribir la continuación de La Odisea) y Neofrón (introdujo la representación de la tortura en un escenario). En algunos casos, quizás sea mejor que no quede nada: la leyenda suele ser más interesante que la realidad. Menandro fue un escritor de comedias alabado por Aristófanes, Julio César y Plutarco; cuando todos sus manuscritos desaparecieron, quedó su fama. A mediados del siglo XX, sin embargo, fueron descubiertos unos papiros que contenían su obra más renombrada, Dyskolos. Los críticos no podían salir de su asombro: era pésima. De Menandro no queda hoy ni los manuscritos ni la fama."
Mientras yo colocaba una rosa roja en la tumba de Antonio Gramsci, el amigo en la foto se quedó dormido sobre mi diario.
Roma.

Paz Soldán continúa: "Las formas en que los libros desaparecen son variadas: manuscritos perdidos en maletines (los primeros textos de Hemingway), interrumpidos por la muerte del autor (El misterio de Edwin Drodd, de Dickens), nunca iniciados (La Spirale, novela de Flaubert que le asustaba comenzar porque trataba de “la forma en que uno se vuelve loco”; la segunda parte de Los hermanos Karamazov, en la que el buen Aliosha dejaría el monasterio, se convertiría en un anarquista y asesinaría al Zar), quemados (la segunda parte de Las almas muertas, que Gogol echó al fuego gracias a una conversión religiosa que le hizo abjurar del “paganismo” de la literatura; las Memorias de Lord Byron), robados (El Parnaso de Camoes) extraviados en un archivo (se cree que Mesías, una novela de Bruno Schulz, se quedó a su muerte en los archivos de la KGB relacionados con la Gestapo). Hay poemas de los que apenas sobrevive una frase memorizada por un amigo (“The stone word came to me, and said Flesh gives you an hour’s life”, es la frase del beat Gregory Corso rescatada por Allen Ginsberg).”

Junto a la camiseta con la que viajó Neal Cassady y primeras ediciones de On the Road, de Jack Kerouac. Beat Museum. Frisco

El punto es que cuando ya casi no aguardaba esperanzas de encontrar mi diario, apareció. Frío, pálido e indefenso, como un hijo perdido. Cómo lo hallé es otra historia. Lo importante es que lo tengo aquí, junto a mí, con ese olor tan propio del tiempo, esa mezcla de aromas de tantas partes, encerrando tantos mundos. No me interesa engrosar la lista de los manuscritos perdidos. Tengo mi diario, mi cuaderno verde, mi evidencia.

Y yo lo celebro.