
En la mañana, mientras escribía un ensayo sobre la dramaturga británica Sarah Kane, recibí un mensaje de Carlos Luis: "
Negra se murió Andrés Castro, mi amigo, el mago. Se tomó cianuro." Me quedé helada. A Andrés lo conocí hace algunos años. La primera vez que lo vi fue en un jam session en el Café Libro. Recuerdo que de entrada me pareció todo un personaje. Su sombrero, su barba, su gabán y su particular forma de hablar me llamaron la atención. En adelante, me lo encontré una que otra vez por alguna callecita de la ciudad, pero nunca nos conocimos realmente. Hasta que un día resultó ser compañero de Carlos Luis, en la maestría de Estudios de la Cultura -literatura hispanoamericana-, en la Universidad Andina Simón Bolivar, y desde allí pude conocer mejor
su mundo. Lo que me gustaba del mago es que tenía su propia voz, su propia forma de ser, amaba lo que hacía, y lo vivía a tiempo completo; lo hacía desde adentro, y eso es algo que respeto mucho. Sé que muchas veces renegaba contra algunas cosas que le hacían sentirse impotente, y prefería tomar otro camino, sin previo aviso. Carlos Luis reía mucho cuando estaba a su lado, y entonces solía contarme las cosas que "el mago" guardaba en su otro sombrero, ese que pocos lograban ver. Recuerdo la cara de sorpresa que sus amigos ponían cuando hacía algún truco, mientras a mí me traía buenos recuerdos, pues hace años tuve un amor que también fue mago: Amadeus, otro personaje. Prestidigitador, ilusionista, cuyo mejor amigo era "Om", un mimo chileno. Lo más curioso era que Amadeus y Om vivían en un templo hare krishna, en el casco viejo quiteño (templo que por cierto, mi padre una vez quiso incendiar, pero esa es otra historia). Ah, aquellos tiempos de barajas,trajes de luces, bindis y pelotitas rojas. Aquellos en los que yo también me subía al escenario para, durante la función, no ser Carla sino Luna, la partenier del mago. Será por eso que cuando veía los ojos de Andrés veía mucha magia, pero también sabía que esos ojos escondían otras pupilas, unas más profundas. Por eso lo imaginaba al mago frente al espejo, solo, sin trucos que funcionen.
El mensaje de Carlos Luis se completó confesándome que tiene miedo. Es normal, pensé. Este tipo de pérdidas no sólo causan dolor, sino que de alguna forma asesinan también cierta parte de nosotros. Como lo cita Robert Burton en su
Anatomía de la melancolía: "El hombre muere tantas veces como las que pierde a sus amigos". Carlos Luis concluye con un
cuídate mucho, pero mucho, negrita. Y ya no sé si siente miedo por él o por mí. Después de todo los dos vivimos tiempos difíciles para ambos, y quizá como nadie, él fue testigo de mis profundas crisis depresivas. En todo caso ahora estoy bien, y me alegra que él también sigan en la lucha, allá en Ambato o en Alausí o en Guayaquil. Me alegra infinitamente saberlo vivo.
Ayer, 8 de marzo, murió Andrés o Magnalucius o simplemente "el mago". Murió tomando cianuro. Murió. Y mientras escribo estas líneas grises, observo desde mi ventana un cielo claro y pulcro, intensamente azul. Y un sol bailando en la punta de la montaña. Y un mirlo desesperado que canta desde mi balcón. Y pienso que esa es la verdadera alquimia.