Se habló mucho del caso. Unos dijeron: «Ese muchacho es un anarquista, conque vamos a fusilarlo, es el momento, y rápido, sin vacilar ni dar largas al asunto, ¡que estamos en guerra!...» Pero según otros, más pacientes, era un simple sifilítico y loco sincero y, en consecuencia, querían que me encerraran hasta que llegase la paz o al menos por unos meses, porque ellos, los cuerdos, que no habían perdido la razón, según decían, querían cuidarme y, mientras, ellos harían la guerra solos. Eso demuestra que, para que te consideren razonable, nada mejor que tener una cara muy dura. Cuando tienes la cara bien dura, es bastante, entonces casi todo te está permitido, absolutamente todo, tienes a la mayoría de tu parte y la mayoría es quien decreta lo que es locura y lo que no lo es. Sin embargo, mi diagnóstico seguía siendo dudoso. Así pues, las autoridades decidieron ponerme en observación por un tiempo. Mi amiga Lola tuvo permiso para hacerme algunas visitas y mi madre también. Y listo. Nos alojábamos, los heridos trastornados, en un instituto escolar de Issy-les-Moulineaux, organizado a propósito para recibir y obligar de grado o por fuerza, según los casos, a confesar a los soldados de mi clase, cuyo ideal patriótico estaba en entredicho simplemente o del todo enfermo. No nos trataban mal del todo, pero nos sentíamos, de todas formas, acechados por un personal de enfermeros silenciosos y dotados de orejas enormes. Tras un tiempo de sometimiento a aquella vigilancia, salías discretamente o para el manicomio o para el frente o, con bastante frecuencia, para el paredón. Yo no dejaba de preguntarme cuál de los compañeros reunidos en aquellos locales sospechosos, y que hablaban solos y en voz baja en el refectorio, estaba convirtiéndose en un fantasma.
L. F. Céline, Viaje al fin de la noche, traducción de Carlos Manzano, Ed. Gallimard, Barcelona, 1995.