Así como algunos juegan a encontrar respuestas en las figuras que forman las nubes en el firmamento, otros las buscan en sus dioses, otros en su conciencia, y otros -quizá los más divertidos- en la barra del bar de siempre. Por mi parte, me gusta muchísimo escuchar y descifrar los sonidos del viento, amante fiel con el que puedo compartir horas de horas y no cansarme.
Viendo parcelas, jardines y senderos tan bellos como este, lamento no pintar. Nunca fui buena para trazar figuras y darles forma. He sido muy torpe para las artes plásticas. Definitivamente los colores los reservo a mis sentidos, para luego hacer del papel el óleo, de mi pluma el pincel y del verso el retrato.
Salgo a la carretera para encontrar algo de comida. La muchacha que trabaja cerca de la cabaña me dijo que Otavalo estaba a 5 minutos. Pero claro, a 5 minutos en auto particular, en bus tomaría algo más de tiempo, pero aún así seguiría siendo rápido. El detalle es que yo voy a pie. y ahí la cosa cambia. Sé que me tomará muchísimo más tiempo llegar a la ciudad. Pero no me importa. Es fascinante descubrir detalles que resultan imposibles metida en cualquier tipo de transporte que no sean mis pies. Además, en carreteras como esta, ocurren cosas ajenas a la ciudad. Como cruzar la calle y no tener de compañeros de vía a personas sino animales (bueno, eso también es relativo. Vayan a ver con qué animales uno se tropieza en las grandes urbes). Un borreguito, una gallina, una vaca, un perro callejero caminando a tu lado.
Avanzo por el filo de la carretera. Y allá están, pequeñitas y fuertes, las mujeres secando los granos al sol. Y los hombres macheteando la leña. Los niños juguetean entre chaquiñanes y riachuelos. No tienen juguetes, quizá nunca sepan lo que es un playstation, una barbie, etc. pero su imaginación es gigante. Uno de los guaguas se cae y por las mismas se levanta, raspadito y manchado, a seguir jugando.
Todas las casitas por las que he pasado tienen maizales como muros naturales. Algunas son como de adobe, otras de ladrillo visto, otras de cemento, pero todas muy modestas. He caminado y caminado y la carretera parece no terminar. El estómago cruje, pero habrá que seguir hasta encontrar el humo de algún brasero.
Lejos de encontrar algún paradero, me encuentro con senderos y escalinatas que conducen a no- sé-donde. Me atrae la forma irregular de esas pequeñas cuevas. ¿Qué esconden? ¿Hacia dónde conducen? Este es una de aquellas veces en las que sé que estoy sola y que lo mejor no será entrar, lo mejor será que siga recto.
Pero la curiosidad me gana. Y entro y subo y al poco rato descubro que se trata de otro pequeño paraíso escondido. Un césped verdísimo con decenas de mariposas revoltosas. Todas son distintas y sin embargo todas juegan juntas. Pero entre todo ese espectáculo hay una que no vuela. Sus colores me llaman la atención. Me acerco a ella, y es cierto, es muy bella, pero está muerta. Aun así, el cadáver no deja de ser precioso.
El sol está en lo más alto del cielo. Por la sombra debe ser mediodía. La quietud del paisaje me conmueve. Me acuesto sobre el cesped mientras las mariposas siguen en su ritual de movimientos. Yo sólo acompaño al pequeño cadáver que me habla a través de sus colores.
El sol está en lo más alto del cielo. Por la sombra debe ser mediodía. La quietud del paisaje me conmueve. Me acuesto sobre el cesped mientras las mariposas siguen en su ritual de movimientos. Yo sólo acompaño al pequeño cadáver que me habla a través de sus colores.