domingo, abril 12, 2009

Mis días al pie del Taita Imbabura (II)

No. Jamás he sentido un aire semejante al que sopla entre las montañas de la serranía andina. Los Andes exhalan un viento único, un viento frío que nos recuerda que todavía estamos vivos. Incluso cuando por momentos nos golpea fuerte en la cara, ese viento no deja de ser pacífico. Por eso, cada vez que quiero que alguien me sacuda con fuerza la mente y el cuerpo, me escapo a un lugar como este, donde las montañas son sabias consejeras y el viento el mejor de los amantes.
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Así como algunos juegan a encontrar respuestas en las figuras que forman las nubes en el firmamento, otros las buscan en sus dioses, otros en su conciencia, y otros -quizá los más divertidos- en la barra del bar de siempre. Por mi parte, me gusta muchísimo escuchar y descifrar los sonidos del viento, amante fiel con el que puedo compartir horas de horas y no cansarme. Viendo parcelas, jardines y senderos tan bellos como este, lamento no pintar. Nunca fui buena para trazar figuras y darles forma. He sido muy torpe para las artes plásticas. Definitivamente los colores los reservo a mis sentidos, para luego hacer del papel el óleo, de mi pluma el pincel y del verso el retrato.
La cabaña es de madera y ladrillo. Me gusta. Es cómoda y tiene un balconcito por el que puedo salir y gritar como una chiquilla invadida de tanta felicidad frente a tanta grandeza. Estiro los brazos y sin darme cuenta arruino el trabajo que le tomó -quién sabe cuánto tiempo- a una laboriosa araña. Debió ser un gran esfuerzo, pues la telaraña era considerablemente grande. Tanto esfuerzo -dirá la araña- para que una desconocida venga, se desperece, y sin más... me dejé en la calle. Leña, papel, fósforos. Nuevamente a llenar de cenizas mis manos para calentarme con el fuego. Té caliente de un lado y del otro mis libros. Afuera los patos no dejan de cantar. Ya empiezo a reconocer su lenguaje. No estaría nada mal -pienso- convertirme en su traductora. Las llamas me miran, me huelen, me sonríen (bueno, eso último pudo haber sido producto de mi deseo). Les tomo una fotografía y siguen comiendo tranquilas. No se asustan. Saben que no represento peligro para ellas. Saben que no traigo más armas que mí cámara y mi pluma. ¡Ay animalito de páramo, animalito andino! Ellos sí que están abrigados con toda esa fibra encima. Recuerdo que Ovidio, allá en las piramides de Cochasquí, al norte de Kitu, me contaba que la carne de llama es de un aspecto semejante a la carne vacuna, pero que sus niveles de colesterol son sumamente bajos -como diez veces menor que la carne de cordero o vaca-, por lo que su consumo sería más saludable. Además de ser una alimento afrodisíaco. Pero con esa carita inocente con la que me mira, no podría comérmela.
Salgo a la carretera para encontrar algo de comida. La muchacha que trabaja cerca de la cabaña me dijo que Otavalo estaba a 5 minutos. Pero claro, a 5 minutos en auto particular, en bus tomaría algo más de tiempo, pero aún así seguiría siendo rápido. El detalle es que yo voy a pie. y ahí la cosa cambia. Sé que me tomará muchísimo más tiempo llegar a la ciudad. Pero no me importa. Es fascinante descubrir detalles que resultan imposibles metida en cualquier tipo de transporte que no sean mis pies. Además, en carreteras como esta, ocurren cosas ajenas a la ciudad. Como cruzar la calle y no tener de compañeros de vía a personas sino animales (bueno, eso también es relativo. Vayan a ver con qué animales uno se tropieza en las grandes urbes). Un borreguito, una gallina, una vaca, un perro callejero caminando a tu lado.Avanzo por el filo de la carretera. Y allá están, pequeñitas y fuertes, las mujeres secando los granos al sol. Y los hombres macheteando la leña. Los niños juguetean entre chaquiñanes y riachuelos. No tienen juguetes, quizá nunca sepan lo que es un playstation, una barbie, etc. pero su imaginación es gigante. Uno de los guaguas se cae y por las mismas se levanta, raspadito y manchado, a seguir jugando.

Todas las casitas por las que he pasado tienen maizales como muros naturales. Algunas son como de adobe, otras de ladrillo visto, otras de cemento, pero todas muy modestas. He caminado y caminado y la carretera parece no terminar. El estómago cruje, pero habrá que seguir hasta encontrar el humo de algún brasero.

Lejos de encontrar algún paradero, me encuentro con senderos y escalinatas que conducen a no- sé-donde. Me atrae la forma irregular de esas pequeñas cuevas. ¿Qué esconden? ¿Hacia dónde conducen? Este es una de aquellas veces en las que sé que estoy sola y que lo mejor no será entrar, lo mejor será que siga recto. Pero la curiosidad me gana. Y entro y subo y al poco rato descubro que se trata de otro pequeño paraíso escondido. Un césped verdísimo con decenas de mariposas revoltosas. Todas son distintas y sin embargo todas juegan juntas. Pero entre todo ese espectáculo hay una que no vuela. Sus colores me llaman la atención. Me acerco a ella, y es cierto, es muy bella, pero está muerta. Aun así, el cadáver no deja de ser precioso.
El sol está en lo más alto del cielo. Por la sombra debe ser mediodía. La quietud del paisaje me conmueve. Me acuesto sobre el cesped mientras las mariposas siguen en su ritual de movimientos. Yo sólo acompaño al pequeño cadáver que me habla a través de sus colores.