miércoles, abril 08, 2009

Mis días al pie del Taita Imbabura (I)

Todo fluye en su propio habitat
Desde la cabaña, observo cómo la tarde va vayendo lentamente sobre las aguas del San Pablo. Ahí está, frente a mí, el majestuoso volcán. Y a sus pies el Lago, sostiendo una canoa vieja que lleva adentro a un hombre y a un niño. Padre e hijo lanzan sus anzuelos. Saben que hoy es buen día para pescar recuerdos.

Un segundo entre el pie y el cemento. La carretera irrumpiendo entre los maizales. ¿Cuál es la diferencia entre pisar tierra y pisar pavimenteo? Una anciana de Otavalo podría pasar su vida entera respondiéndome esa pregunta. Y yo siempre escucharía algo nuevo.
Mark me llama en el preciso instante en que los patos empiezan a cantar. Porque los patos cantan, desde luego. Y más cuando están en grupo, sintiéndose a gusto entre amigos, como ahora. Ah, es maravillosamente extraño escuchar la voz de Mark mientran los patos cantan sobre el césped. Yo aquí, en una cabaña en medio de las montañas, y él allá, en su cama, en San Francisco. Le cuento que estoy en el balcón, sola, y que está comenzando a chispear. Ese sonido leve de la lluvia sobre el Lago me encanta. "Deberías aprovechar que no hay nadie y sumergirte desnuda en sus aguas", me dice. No es mala idea, respondo. Los patos parecen escucharme y ahora son niños jugueteando a las orillas del San Pablo.
Cae un rayo y el lago se ilumina. Las últimas noches he tenido una serie de sueños extraños, todos giran alrededor de Mark y la estación central de policía (En uno de ellos, yo aparecía de sorpresa en la estación, y me sentía perdida entre tanto uniforme. Entonces lo vi a él, como una especie de reflejo en una de las ventanas, así que corrí para asegurarme si estaba en alguna oficina contigua, pero cuando tomé impulso y llegué a la ventana, sentí vértigo, pues del otro lado no había nada más que el precipicio. Me di cuenta de que estaba en uno de los rascacielos de Nueva York, y en cuestión de segundos ese lugar ya no era una estación sino una especie de hospital. Ya no era Frisco ni Nueva York... sino el piso más alto de mi miedo). No le comento nada sobre el sueño a Mark, pero le pregunto como le ha ido en el trabajo. "Ayer mataron a cuatro policías", me dice. "Los asesinó un pandillero en Oakland". Silencio. Un segundo rayo vuelve a encender el Lago. Por más que trato, me es imposible imaginar los rostros de esos cuatro policías. Sólo imagino sus pechos agujereados, y echo un suspiro al saber que Mark sigue vivo para contarme esa y otras historias. Imagino el pecho de Mark... completo.
Voy al café-bar más cercano, me fumo un cigarrillo y pido un té caliente. Ayer en la mañana leí de un tirón Mi vida en la Penumbra, de Vicente Muñoz Álvarez, con la lluvia insistiendo en mi tejado, marcando cada uno de sus relatos. Y al terminarlo, quise comunicarme con my dear V. para decirle lo que sentí al leer su libro, lo que encontré, lo que aprendí. Pero era ya muy tarde, y serían kilómetros para encontrar una cabina, porque en mi celular, para variar, no tengo saldo. Pero escribí algunos apuntes respecto a su libro. Ya se los compartiré. Hoy, en la tarde, comencé a leer La Cámara de la Niebla, y pienso que Alfonso estaría feliz de saber que su libro está aquí decorando un vacío, el mío, ahora mismo. El cielo y el lago se confunden. Son del mismo color. ¿Cuál es el cielo? ¿Cuál es el Lago? ¿A dónde fue mi reflejo?
No, no podría haber, ahora mismo, mejor lugar para que duela un blues, al ritmo de la escritura de Alfonso, al ritmo de sus fragmentos. Cómo quisiera que él pudiese disfrutar de este paisaje, que pudiese estirar la mano y tocar lo que la Niebla esconde (él sabe bien de eso).
Nuevamente el Lago. Nuevamente la canoa. Nuevamente el padre. Nuevamente el hijo. Padre e hijo sobre el gran Espejo de la vida. Me es inevitable no pensar en Pablo G. Bao y su querido Enric. Entonces, apunto desde mi rincón y sin pensarlo dos veces... disparo. Observo la foto por varios minutos. Y pienso en las cartas de Pablo. En lo valiosas que para mí son sus cartas. Y pienso en la foto que me compartió hace unos días, en la que a través de los ojos de su hijo me hablaba. Enric es a quien realmente ama en esta vida. Estoy sola ahora mismo. Tengo la foto del padre y el hijo en mi cámara, estática. Tengo al padre y al hijo, frente a mí, trasladándose de a poquito en su canoa. Y tengo a Pablo y a Enric en mi memoria, en color sepia, tengo el reflejo de sus perfiles en el vidrio del caballete... pero sobretodo su cruce de brazos ¡Cuánta poesía veo en esos cuatro brazos! metáfora del padre y el hijo. Hoy los truenos son inclementes. Y sin embargo bellos para quienes no los tememos, para quienes los respetamos. Truenos... y con ellos escucho la voz de Pablo -aunque nunca la haya escuchado- diciéndole a su hijo:
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"mientras pueda abrazarte
pequeño
todo lo demás es un mal
chiste
nada que pueda turbar
a un corazón que no quiere
rendirse."
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Veo nuevamente la foto del padre y el hijo en la canoa. Y quiero regalársela a Pablo. Ojalá -y aunque suene lejano- fuese personalmente.
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Apago la lámpara y quedo ciega, por fuera. Adentro, en cambio, enciendo la chimenea que abriga mi alma en noches como esta, en la que debo encender el fuego... sola.