Ahora David ha vuelto, y lo hace cargado de los buenos contenidos a los que nos tenía acostumbrados. Su nueva bitácora se llama Perdóname, pero te amo . Celebro su regreso y desde aquí le agradezco su mención y el gesto de dar la cara nuevamente a todos quienes de una u otra forma lo queremos y respetamos.
A continuación copio un fragmento de la carta que le escribí a David hace más de un mes. Ya sabes David, amigo, en esta tierra, tú siempre tendrás cabida.
Fragmento
(...) Puedes cerrar lo que tú quieras, David, bitácoras, puertas, bocas.... pero yo sé que aunque no lo vuelvas a sacar a la luz... no dejarás de escribir. (...) Yo sólo sonrío cuando leo: David dejará de escribir. Y puede ser que incluso tú lo digas con micrófono en mano.... pero ojo, si dejaste de usar gafas de sol para no contradecirte, piensa bien lo que dices antes. Tú estás condenado, David González -igual que yo- a escribir, así sea con tu propia saliva. Si te faltase la pluma, el cuaderno, el humo... esculpirás poemas con las uñas hasta sangrar los dedos. Eres poeta, carajo, y tú lo sabes: ¿Cuándo ha sido fácil?
Chuta madre, te quiero mucho, David. Y recuerda: si estás abajo, mastica cada sensación infame, sangra si es preciso, pero no dejes que te castren, o lo que es peor: No te castres a ti mismo.
Tu amiga andina,
Carla Badillo C.
pd1: espero que no hayas perdido la pipa de chonta que te regalé, con Kitu en el medio.
pd2: se te olvidó firmarme el poemario que me regalaste.
pd3: compré En las Tierras de Goliat en una librería de Bilbao.
pd4: extraigo un par de fragmentos de mi anaCrónica de Illescas, que de alguna forma quiero que conserves.
(...)
Jim Morrison me dice que Todos los juegos contienen la idea de la muerte. Sonrío con el rictus de la complicidad. Cierro el libro. Reviso si todo está bien al interior del bolso: la botella de Tequila, mis poemas, mi cuaderno verde. Todo está en orden. Dos niños corretean por el pasillo del vagón. Dos niños juegan a perseguirse. El juego acabará cuando el uno haya atrapado al otro. Entonces volverán a empezar. Partirán desde un nuevo lugar y jugarán a perseguirse. Parecen no cansarse. Pienso en todos los que viajamos en este tren. Todos somos niños-grandes que pasamos de una u otra forma jugando a las escondidas, a las perseguidas, a las cogidas. Todos esperamos coger y ser cogidos para concluir el juego, para morir en el juego, hasta que nuevamente alguien venga y nos haga sentir que el juego arranca desde cero, entonces empezamos otra vez a perseguir y a ser perseguidos. Y así nos pasamos jugando en los pasillos de la vida. Saltando en los vagones de nuestros años. Seduciendo y esquivando a la muerte.
(...)
Entrar esta vez es salir. Primer pie adentro y a romper el cascarón. Ya no hay telas invisibles que separen nuestras pieles, olores, gestos. Veo una hilera de gente comiendo. Pero la primera imagen que retengo es la de David, David González. Ese que reventó los pies de Goliat en tierras del mismísimo gigante (el gigante es el conjunto de todas las bestias inflables, carroña de envidia, bombas de tiempo, de aire, de nada). David no espera a que me acerque, él se levanta. Entonces todo se vuelve lento, como si quisiéramos congelar el abrazo que se aproxima. Es un boxeador, no cabe duda. Yo también sé de puños… y David los tiene siempre listos. Intento verle los callos invisibles que lleva detrás de sus anillos. Son muchos. El boxeador lleva llagas, hermosas y saludables llagas en la palma de su mano (señal de que terminó el poema). Peligro. La fuerza de su sonrisa puede revertirse y borrarse con la misma furia (yo también se de sonrisas revertidas y furia y callos en las manos).
Es él, el mismo David que una vez, cuando estuve aplastada por mi propio peso, me levantó con el ejemplo del ring. El mismo David que pudo ver mi documental hace mucho y conocer mis ideas antes que mis ojos. El mismo David que se refirió a mí como la mujer de los ovarios bien puestos para emprender el viaje que estoy haciendo. Él sabe que escribiré con mis uñas si acaso la tinta se acabara. David, hombre-rizos. Sombrero negro, líneas en el pecho y chaqueta negra. Rimbaud me sonríe con tu boca. Rimbaud se esconde entre tus dientes.