martes, febrero 17, 2009

Entre el río de Heráclito y dos escenas de Leconte


Me despierto en la madrugada con una sola escena en mi mente, una de la película francesa de Patrice Leconte: El Marido de la Peluquera. Me martilla una y otra vez la última parte, secuencias y cortes palpitando en mi cabeza: la pareja follando mientras cae la tormenta; la desesperación en el rostro de ella; la música de un país lejano; el puente bajo el cual corre el agua endemoniada; y, finalmente, el salto. Todo se distorciona en un segundo. El salto. El puente. Su cara. La inmortalidad. Cuántas veces he sentido lo mismo, el instinto frente a la incertidumbre. Mejor marcharse para nunca ser olvidada. Blanco y negro. Afuera llueve. Y mi cama es el puente del río de Heráclito. Y yo es otra. Soy la chica del puente. Pero no aparece nadie que me diga que estoy a punto de cometer una estupidez. Soy la chica del puente. La paternier del tiempo. Y me cubro con la sábana. Pero no hay aplausos desués de las cuchillas. Soy valiente, y por eso lloro. Quisiera decir que lo hago por aquellos que no tienen lágrimas, por los que nunca las tuvieron. Por los que nacieron secos. Por los que no se atrevieron a saltar de sus propios puentes. Pero sería una mentira. Yo lloro para empapar mi cuerpo. Para ver que algo cae sobre mis sábanas, para saberme húmeda a pesar del barro en mi vientre. Lloro con descaro sobre el puente del río de Heráclito. Lloro porque soy valiente. Porque alguna vez me bañé en sus aguas. Lloro porque sé lo que se viene. Por eso doblo mis piernas. Y respiro con fuerza. Y tomo impulso. Y cuento hasta tres. Pero cuando estoy a punto de saltar, el río desaparece. Y, nuevamente, no me queda otro remedio que abrir los ojos.