El estaba sentado en el Caffe Trieste, conversaba con un tipo. Llevaba boina y una pequeña maleta consigo. Capuccino en mano. Yo solo cruce en medio de las mesas, lo vi diez segundos y me engancharon sus ojos. Era distinto a todos. Quise interrumpir su conversación y decirle: Aquí estoy, regrese. Pero me arrepentí. Pensé que me respondería: Disculpa, no te entiendo. ¿Quien eres? Y era esa última pregunta a la que tanto temía. Quien eres - quien eres - quien eres. Temía que no me reconozca aun cuando era la primera vez que me veía. Su mirada me perturbo tanto que decidí salir y sentarme en la esquina del frente para poder observarlo con prudencia. Quizá sea escritor, pensé, porque alcance a oler el perfume que llevaba, era el aroma de los libros viejos. No se que esperaba de el, pero esperaba. Ahí, sentada en la esquina de la calle Vallejo, con mis shorts, mis sandalias y mi libro de Cristina Peri Rossi; con el sol bronceando mis piernas mientras leía El Estado del Exilio. Era medio día en San Francisco. Y el no salía del Trieste. Por que esperaba algo de ese hombre de boina. Por que la necesidad extrema de saludarle, de contarle tantas cosas. Me di cuenta de que era absurdo lo que estaba haciendo. Me levante y me fui mas pesada que antes, porque la incertidumbre es un peso extra que muchos nos echamos encima por voluntad propia. Y se que aunque jamás he cruzado una sola palabra con el, llevare siempre mi pequeño peso de incertidumbre por no haberlo interrumpido.
Cruzo la calle y sigo mi rumbo por North Beach, con la esperanza de volver a oler su perfume por algún Café de la ciudad.
***
Dos días después el hombre de boina estaba ahí, en el mismo lugar. Yo acababa de dar un recital en el distrito numero 11. Ah, como se disfrutan las noches afuera del Trieste. En las mesitas plateadas con el artista de turno en acción, el que toca el violin, el acordeon, la guitarra para todos los que juntamos soledades. Esa noche fue una de las mejores. Hice nuevos amigos, entre ellos Michael, un poeta de la calle, que me dijo de entrada: tu tienes una luz especial y mucha pureza en tus ojos. Me acorde de Vicente Muñoz Alvarez, en España. Mi querido V. suele decir que tengo una mirada perversamente pura. Y yo le creo. Converse con Michael un rato y me regalo su libro artesanal de poemas. Luego se fue a su casa y volvió más tarde con algunos obsequios para mí. Todo tenía un significado profundo en su vida. Me dio una camiseta de cuando estuvo en la cárcel hace muchos años, una gorra que el mismo diseñó, y una piedritas de ónix que su mejor amigo le había regalado antes de morir. Yo le leí algunos poemas ese momento y cuando termine se me acercaron unos tipos como lobos hambrientos. No eran conocidos, eran unos turistas que pretendían algo conmigo. Basto un par de palabras para cortarles la viada. Y cuando regresaba a mi mesa pude ver al hombre de la boina, rodeado de mis amigos y conocidos. No podía creerlo. Era el. Nuevamente el llevaba un café en la mano y seguía siendo distinto a todos. Lo sentía solo a pesar de que estaba rodeado de gente. Conversaba con un tipo gracioso, de barbas largas y blancas, de pelo ensortijado y de ropas coloridas al que le decían el rabino, un judío bohemio, que mas tarde seria mi amigo. El rabino hablaba y el hombre de la boina lo escuchaba, de rato en rato le hacia algún comentario, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a escuchar.
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Finalmente nos miramos de lejos. Con fuerza, con soberbia, con ternura. Su mirada seguía siendo distinta a todas las miradas que había conocido antes. No hablamos por un buen tiempo. La bulla de los autos y la gente afuera del Café se volvieron saxofones heridos, desangrándose de a poco. Lento. Todo caminaba lento. Y nosotros mirándonos. Ahí estaba el, mi hombre de la boina. Observándome con la atención y el cuidado de un coleccionista. Pero para entonces no sabia que coleccionaba todo aquello que me gusta. No sabía que su corazón tenia la forma de una armónica, ni que palpitaba al ritmo de un blues. No sabia que vivía en un tablero de ajedrez donde le faltaba una reina negra. Ni que la vida se le paso entre los libros de historia y filosofía. Ni que aprendió a leer antes de los cuatro años abriendo la condena y la redención del conocimiento. Felices los que ignoran. No sabia esos ojos eran los mismos ojos de aquel niño que con trece años ya era librero en la Librería Publica de San Francisco. Ni que nació en Detroit cuando yo ni siquiera rozaba la existencia en este mundo. Ni que también habla español porque su padre fue de San Luis Potosí, México, para luego viajar y enamorarse de una mujer con ascendencia polaca y libanesa, su madre. No sabía que era uno de los hombres mas queridos en North Beach por la comunidad de artistas. No sabía que todos lo respetan por su inteligencia y su corazón generoso… o que lo nieguen los locos y mendigos. No sabia que no bebía, ni fumaba, para únicamente embriagarse de libros, libros y libros… y música, y música y música. Lighting Hopkings, Muddy Waters, T-Bone Walker, José Alfredo Jiménez, Antonio Machin, Oscar Alemán, Umm Kulthum, etc, etc, etc. No sabía que sus dedos reconstruían canciones mutiladas. No sabía que podría callarme la boca con mis propias palabras, las de la joven poeta ecuatoriana que camina sola por la Broadway, y que de vez en cuando se la ve acompañada del viejo Jack Hirschman, el comunista, el traductor, el poeta laureado de San Francisco; el siempre amigo de los disidentes. No sabía que se emocionaría tanto cuando me escucharía cantar country music la primera vez que fuimos a Tosca, Coal Miner´s Daugther frente a la mesa de billar. No sabia que no hay noche en la que el no vaya a City Ligths Books y no salga con al menos tres o cuatro libros. No sabia que para el la palabra es sagrada, como para pocos. No sabia que podía ser todo lo que a mí me encanta, pero al mismo tiempo ser parte de una institución a la que siempre he detestado. Quien eres, pregunte. Soy policía, respondio. Yo reí, reí una y otra vez. Me le reí en su cara porque no le creí. Oh sí, ¿y me llevaras presa? Entonces saco su estrella de la billetera. 2189. San Francisco Police. Me quede helada. Era el. El hombre de la boina. El hombre sentado dos días antes en el Café Trieste. El que pensaba que era escritor. El que llevaba puesto el perfume de los libros viejos. Había terminado de contarle sobre mi documental. Sobre el chamo Guevara, el anarquista. Sobre la canción con la que inicia la película: Señor Prohibicionista, sobre el caso de los hermanos Restrepo, sobre mi crítica al abuso policial y militar. El me escuchaba, sin interrumpir. Al final el estaba de acuerdo, pero también me dijo que no puedo generalizar, que de alguna forma eso también es ser absolutista. Yo me negaba rotundamente. Entonces me conto su historia. Mientras lo hacia, amigos y conocidos mios pasaban por nuestro lado. Poetas, pintores, musicos, y desquisiados se detenian para saludarlo. Yo no podia creerlo. Se sentia el carino que le tenian. Por algo sera, pense. En adelante, lo que más se repitió en nuetra conversacion fueron los términos: estructura, orden, amor, jerarquía, caos, justicia. Para luego desafiar juntos todas las palabras anteriores.
EL PUEBLO EN LLAMAS
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el pueblo engañado
el pueblo expropiado
el pueblo acosado
el pueblo manipulado
el pueblo desahuciado
el pueblo agotado
el pueblo dominado
el pueblo quemado...
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