Llevo más de veinte años
intentando escribir cuentos y no puedo. Tampoco me acongojo: en cualquier caso,
rara vez he conseguido confeccionar textos que respondan a las expectativas del
lector habitual de cualquiera de los géneros literarios. Quizá por eso aspiro a
practicarlos todos. Nunca ha faltado alguien diciendo que mi novela es un poema
largo al que le sobra la crónica de viajes, o que tal cuento que hice parece más
un rap o un prospecto publicitario que verdadera literatura, o que a este poema
le estorban los trocaicos puesto que en realidad debió ser escrito en forma de
ensayo… No me molestan semejantes opiniones. Al contrario: si Ricardo Montalbán
me invitara a la isla de la fantasía, mi deseo sería ser capaz de producir una
literatura embrionaria, no experimental sino vagamente medieval, en vías de
desarrollo. Esa es la única metonimia de la historia del discurso con la que
puedo describir el mundo que percibo.
Esto no significa que ignore o
desprecie las herramientas. La narratología es uno de mis vicios predilectos,
sobre todo después de Genette y de las recientes indagaciones que ha hecho en
este campo la poética cognitiva. Me interesa menos la retórica tradicional que
la noción de que narrar es un proceso de pensamiento: un hecho neurobiológico.
Por eso me obsesiona la condición pragmática y a la vez fantasmal del concepto
de focalización.
Asumo que todos los cuentistas
seguimos pensando como niños. Y hay dos tipos de niños: unos juegan
diestramente con los carritos a control remoto, otros desarman el control y los
carritos para ver cómo funcionan. Me temo que mi estirpe es la segunda. Por eso
casi nunca me trae regalos santaclós.