La
última semana de 2012 fue una de las más bizarras de mi vida. Luego de una
serie de peripecias en Surinam (el estado más pequeño geográficamente de América
del Sur), visité un barco de carga cuyo capitán y tripulantes fue lo mejor que
me pasó en el viaje. De haberlo embarcado definitivamente habría llegado en
poco menos de un mes a Baltimore, donde luego de visitar la tumba de Edgar
Allan Poe, lo más probable es que hubiese cruzado a San Francisco.
Posibilidades
que se barajan a mil por hora sobre la mesa del viajero. Pero luego las cosas
se tornaron aún más extrañas en esa lejana tierra del Caribe, propias de una
película de Lynch o Tarantino, y sin más, por primera vez, adelanté mi regreso.
Así que empecé el año literalmente volando. Con tanto sueño y un sinnúmero de
conexiones que acabé por embarcar un avión que no era el mío (pero esa es otra
historia). Finalmente en Quito, en mi cama, con mis libros.
Nuevamente
la calma, y el Silencio necesario para transcribir mis diarios de los últimos
viajes. Vuelvo al Sur, como diría Goyeneche. Y soy feliz ahora, porque en las
horas más tristes, en la distancia, el beso de mi madre es lo que me hacía
falta. Y ahora lo tengo.