(México, 1911 -1988)
Fragmento de la entrevista realizada a mediados de 1986 e incluida en el libro 'Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra', de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, México, Ediciones sin Nombre/ El Clasutro de Sor Juana, 2009.
En
un primer momento, El libro vacío se presenta como una reflexión sobre
la escritura en la escritura misma.
Ese problema de escribir y el no escribir, por los motivos que José García (el personaje) expresa, es completamente autobiográfico; no es una invención, es una cosa sentida por mí y que he padecido y sigo padeciendo. Mi producción es escueta y creo que se debe precisamente a eso. Entre El libro vacío y Los años falsos escribí otro libro que rompí porque no me gustó en lo absoluto. Era la historia de un hombre desahuciado, y el texto intentaba ser algo así como un término de vida. Soy muy inconforme, nunca tengo la seguridad de que lo que escriba vaya a valer (y no estoy usando falsa modestia, por favor, creánmelo, es una sensación absolutamente personal y verídica; muy dolorosa, además). A veces me da el apetito del calificativo, del adorno —que por otro lado no aplico, soy muy parca en mi manera de escribir—, y de inmediato me digo: “pero qué adorno si lo que escribo no es de adornarse sino de sentirse”. Por eso tardo mucho en decidir si estoy satisfecha con lo escrito.
Me
pasó una cosa que me hizo pensar y rectificar sobre esto. Cuando se publicó El
libro vacío me dieron las galeras y yo estaba asustadísima, lo confieso.
Encontré un cúmulo de errores e hice correcciones. Pedí a Giménez Siles que
me diera nuevas galeras. Otra vez correcciones y rectificaciones. Le pedí
otras y me dijo: “¿Usted cree que el plomo no cuesta?” Entonces me puse
de acuerdo con el corrector de pruebas, un anciano español, y le dije: “Por
favor, mire, usted me da unas pruebas y yo vengo a las cinco de la mañana y
se las entrego, para que no se entere el señor Giménez Siles”. Cumplí
exactamente, a las cinco de la mañana estaba yo con todas mis correcciones.
Y después le dije: “¿Me da usted otras?” Él me contestó: “Mire, niña, su
libro me gusta; no lo siga corrigiendo porque se le va a secar”.
Fue
como un golpe; tenía toda la razón. Desde luego, la corrección es una forma
indispensable de ir escribiendo y ajustando el texto, pero cuando ya se ha
terminado y se empeña uno en corregir y corregir sin cesar, se corre el
peligro de que se seque lo espontáneo. Así que me dije: “bueno, así se
queda, y que salga como salga”.
Para leer la entrevista completa pisar firme aquí