domingo, agosto 23, 2009

Viejo Larry. De armas, disfraces y paranoias

Larry es uno de mis favoritos. Desde que Mark me lo presentó hace un año en È Tutto Qua le agarré mucho cariño. Larry es un tipo muy particular. Su mirada ilumina con el brillo de los que ríen hasta el llanto. Me refiero a los que ríen de verdad, los que no temen que el alma se les salga por la boca en la siguente carcajada. Me gusta su risa estruendosa. Y el contraste entre la ternura de sus barbas y su agresividad inofensiva. Larry está cada día más loco -lo perciben sus amigos- pero sigue siendo agudo y leal. Frontal como pocos. Larry nunca se anda con rodeos. Por eso nos caemos bien. Y por eso quiere y respeta tanto a Mark. Y viceversa. Me soprendió saber que ellos llevan una amistad de treinta años. El otro día le pregunté a Mark algunas cosas de la vida de Larry y me contestó que es mejor que se lo pregunte directamente a él, puesto que Larry le pidió que no se lo contara a nadie. Mark no ha roto su promesa. Desde luego no insistí, porque también yo sé guardar secretos. La confianza es un lujo en estos tiempos (en cualquier tiempo). Me gusta saber que tengo un hombre de palabra a mi lado. Mark me dice que Larry es de los pocos judíos que en realidad considera su amigo. Él sabe que de necesitar su ayuda Larry correría a su lado, pase lo que pase.
Mark y Larry en È Tutto Qua
SF. 2008

Con Larry. SF. 2008

Con Larry en Specs
SF. 2009
Larry me suleta cosas de su vida, pero no deja de ser un enigma. A veces me responde en español porque vivió en México algún tiempo. Tiene buena memoria para no haberlo practicado en años. Larry es otro de los viejos que se me vuelve más sordo cada día, por lo que nuestras conversaciones -al igual que con Leon o Ali Mongo- toman más tiempo de lo normal, hasta que mi voz llegue a su entendimiento. Larry me contagia con sus gestos y sus movimientos bruscos. Inclina el torso, gira la cabeza y coloca su mano derecha en su oído cada vez que le hablo, por lo que buena parte de nuestras conversaciones no veo su rostro sino su oreja. Larry es tremendo. Mark dice que Larry tiene razón en querer mantener en secreto muchas cosas. Presumo que su vida ha sido intensa. Dice que él es otro de los pocos judíos locos que realmente quiere y considera su amigo, como Bob o el Judío Bohemio y otros más que no recuerdo. Mark es testigo de la paranoia cada vez más fuerte de Larry. Incluso llegó a pedirle a Mark un chaleco antibalas porque está convencido de que alguien intenta matarlo. Mark se lo prestó. Por eso le sorprende que el otro día Larry me haya invitado a su casa. Casa que en realidad es un cuarto de hotel. Un cuartito, para ser más precisa. Habitación 128. Yo no sabía nada sobre la persecución. Por eso acepté ir (seamos sinceros, si lo sabía igual iba). El hotel quedaba en los bordes de North Beach y el Distrito Financiero. Subimos los escalones y en la puerta me recibió la foto de un perro rabioso. Casi todos mis amigos en North Beach viven en cuartos de hoteles: Ali, el rabino, Mike, Momo, etc. igual que como tantas veces yo misma lo hecho en el camino, con la diferencia de que ellos lo han hecho durante muchos años; y quizá algunos, quién sabe, incluso lleguen a morir adentro.
Una vez en la habitación, Larry enciende su grabadora vieja y saca una botella de lo que asumo es el resto de vino tinto. Muy fermentado por los días y las noches a la interperie, pienso, pero lo acepto con gusto. Y brindamos. Y reímos. Luego Larry lía un cigarro con algo de mota. Humo y más música. Observo que las paredes están adornadas con una serie de fotografías en blanco y negro. Larry me dice que todas han sido encontradas en la calle, tiradas en alguna esquina. No me sorprende. Aquí la gente compra, usa -o a veces sin usarlo- lo bota en la vereda. La gente bota todo lo que pueda imaginarse, incluyendo recuerdos. Sí, unos botan recuerdos y otros de vez en cuando los recogemos. Y hasta nos damos el lujo de coleccionarlos en la memoria, como si no hubiese ya tanto espacio lleno. En este cuarto apenas hay espacio para un armario, un televisor reciclado y una cama muy modesta. En la pared izquierda hay una especie de altar del que cuelgan plumas y cintas. Le pregunto de qué se trata y me dice que siempre le han gustado los atrapasueños, pero le molestaba que los vendieran ya hechos, así qué decidió hacer uno a su manera, como alguna vez lo había soñado. La idea me pareció preciosa. Después de todo, a mí tampoco me gusta qué nadie me diga cómo atrapar los míos.
A Larry no le gusta mucho que le saquen fotografías, en realidad no es que no le gusta sino que prefiere mantenerse oculto para cuidarse de su presunto asesino. Yo digo que no hay problema, que no le sacaré fotos, pero al cabo de un rato es Larry quien posa ante mi cámara y juega como un chiquillo con los disfraces, máscaras y pelucas que va sacando de quién sabe dónde, como si fuese un mago. Y yo estalló de la risa porque Larry ya no es Larry sino un viejo Santa Claus disfrazado de rey. Un triste rey sin reino luciendo una corona de piedras baratas.

Larry me dice que la verdadera razón por la que me trajo a su casa es porque en pocos minutos se mudará definitivamente a otro lugar. ¡Qué! ¿A dónde vas, Larry? Y me dice que eso no importa, que necesita escapar. ¿Escapar de qué? Yo todavía no entiendo nada. Me dice que llevará las cosas en su motocicleta, al fin y al cabo no tiene mucho, pero que antes quiere regalarme algo. ¿Regalarme?, pregunto sorprendida. Y Larry asienté mostrándome un disfraz de abeja. ¿Y eso?, pregunto. -Es para tí-, responde (me río porque cuando visto de amarillo Mark suele decirme que parezco una abejita). Enseguida Larry saca una peluca y un látigo negro que mueve con fuerza. ¿Eso también es para mí?, pregunto. Y él se ríe como si adivinara mis pensamientos y supiera que la abejita no puede ser tan inocente y quedarse incompleta con unas simples alas. Pero eso no es todo. Larry saca una rata de plástico junto con una trampa y me dice que ese es un regalo para Mark, y luego sigue sacando más chingaderas, como diría mi viejo, una
enorme corbata roja, un pollo de hule, unas bufandas extrañas, una pipa de madera, unos abrigos de cuero y un arma.
Tomo el arma entre mis manos y juego con ella. El arma es de verdad pero pienso que no está cargada. En ese instante alguien golpea muy duro la puerta y Larry se asusta. Yo también. El golpe casi fue un tumbo. Larry me da órdenes susurrándome al oído. Quítate de la puerta, me dice, como si tuviese mayor opción de esconderme en apenas un par de metros. Ponte a un lado o súbete a la cama. Ponerme a un lado o subirme a la cama da lo mismo. Larry me quita el arma, apunta a la puerta y pregunta quién es. Nadie responde. Larry pregunta de nuevo, pero de nuevo silencio. Tratamos de quitarnos el susto con un sorbo de vino. Le digo que si era alguien del edificio que necesitaba ayuda y llegaba a abrir la puerta, Larry lo hubiese asustado con un arma que al fin y al cabo está descargada. -¿¿¿Descargada???, repite Larry mientras echa una carcajada. En efecto, el arma con el que yo jugueteaba hace unos segundos tiene balas que pueden perforar lo que se cruce en su camino. Siento como se hiela mi sangre en un segundo. Ok, Larry, qué demonios está pasando. Y Larry parece despertar de un letargo y se da cuenta del riesgo en el que acabó de ponerme. El punto es que si no hubiese estado ahí y no hubiese escuchado el fuerte golpe en la puerta, diría que fue otra paranoia de Larry. Aunque claro, de haber pasado algo y de haber llegado la policía, hasta qué punto hubiese sido válido el testimonio de una presunta poeta disfrazada de abeja sadomasoquista con un pollo de hule en la mano y sus huellas digitales sobre el arma?
Pasamos el susto. Larry y yo queremos llamar a Mark para seguir conversando los tres juntos. Aunque dentro de mí pienso -aún nerviosa- que de haber pasado alguna desgracia, ahora mismo lo estaría llamando, pero como policía, para pedirle que buscara al asesino de Larry (si es que yo tampoco estaba muerta, claro). Lo llamo, y me dice que está en Vesuvio jugando cartas con Chocolate Dave, y que sería mejor encontrarnos ahí dentro de un rato, al fin y al cabo él ya ha estado en casa de Larry muchas veces y como todo lugar pequeño y cerrado le causa claustrofobía. Pero que quiere verme. Me dice también que tenga cuidado por lo de la presunta amenza a Larry, que no quiere que nada malo me pase. Y que con esto uno nunca sabe, cosas pasan, dice, si lo sabrá él. Cuelgo y en un segundo recuerdo el golpe insistente en la puerta. Y en el arma. Se me hiela otra vez la sangre. Pero lo cierto es que Larry y yo seguimos vivos. Y Mark me espera en el bar de siempre. Larry termina de empacar mis regalos en una bolsa. Nos despedimos. Cierra la puerta y el perro rabioso me parece más diabólico que antes. Trato de no ponerme paranoica, de de no pensar que un sospechoso aparecerá en el pasillo ni que me seguirá por el callejón de afuera ni que tratará de acorralarme. Salgo del hotel y la niebla me envuelve entera. Atrás quedó la habitación 128, pero aún escucho el blues tocando en la grabadora del viejo Larry. Empiezo a cantar para hacerme compañía. Y echo a andar.