miércoles, septiembre 05, 2007

Volver a la danza: De Tchaikovski, velos y san juanes

Tenía tres años y medio cuando mis padres me inscribieron en una academia de ballet clásico. Era muy pequeña como para poder hoy recordar cómo fue ese primer día en que mis pies comenzaron a arquearse y mis brazos a estirarse como nunca antes lo habían hecho. No lo recuerdo, pero es una de las cosas que más les agradezco. El iniciarme desde muy pequeña en la danza significó despertar frente a la sensibilidad del cuerpo y descubrir la infinidad de mensajes que este puede transmitir a través de la danza. Sorell no se equivocaba al decir que el baile es escultura en movimiento. Es así, es la sutileza de un giro ingenuo para después estallar en el aire en el momento justo en que también estalla la música. Mente-música, cuerpo-música, mente-cuerpo, música-música...dejar de pensar para sólo sentir, sentir la música que se apodera del cuerpo, un cuerpo que se vuelve liviano y que sabe que está listo para volar.

Arriba: en la obra "La Cenicienta" (Prokofiev)

Abajo: bailando "La Tarantela" (Beetovhen)

No, no exagero, alguna vez Jean Cocteau en el estreno de el "Espectro de la rosa" (1911) dijo -refiriéndose a Nijinsky, uno de los grandes de la danza clásica -sino el más-: ejecutaba un salto tan contrario a las leyes de la gravedad, describiendo una trayectoria tan elevada que yo nunca volveré a oler una rosa sin que el espectro aparezca. Y Tamara Karsavina, su compañera de baile, dijo alguna vez: Alguien le preguntó a Nijinsky si era difícil saltar como él lo hacía. Él no entendió bien al principio y entonces, inocentemente, dijo: No, no. No es difícil. Lo único que se necesita es subir y pararse un rato arriba.... a eso me refiero.
El ballet clásico me acompañó durante toda mi infancia, mi niñez y parte de mi adolescencia. Llegué a bailar en escenarios de teatros como el Sucre, el Bolivar y el ya desaparecido Cápitol. Tenía como maestra y coreógrafa a Sabina, una alemana que pasaba los 60 años, de aspecto imponente y de voz estruendosa. Aún recuerdo entre las múltiples presentaciones algunas de mis favoritas: El Lago de los Cisnes y Cascanueces, con la música de Pyotr Ilyich Tchaikovsky; La Cenicienta, con música de Sergei Prokofiev, y El Danubio azul y El Vals del Emperador de Johan Strauss.

En mis zapatillas de punta,

al lado mi hermana, quien también empezó a bailar.

Del tutú a los velos


"Hija de Príncipes,
qué graciosos son tus pasos con esa sandalias,
la curva de tus caderas es un collar hecho por mano de artistas,
tu ombligo es un cántaro donde no falta el vino con especias.
Tu vientre es como una pila de trigo".

Un día tuve que separarme de la danza clásica, y siempre me quedó una especie de vacío. Muchos años después, quise regresar, pero en aquella ocasión me sentí atraída por una de las más enigmáticas y bellas danzas que existen: la danza árabe. Aunque el tiempo que estuve en esta academia fue mucho más corto que el anterior, sobretodo por cuestión de tiempo -ya estaba en la universidad- me enriquecí de los ritmos orientales, del sonido tan particular de la percusión y del misterio de los velos. Fue otro despertar.

La danza árabe o bellydance es muchísimo más que mover las caderas y los brazos. Es una danza milenaria, de una sensualidad muy sutil. Su origen se remonta a lugares como Egipto, Fenicia, Turquía y Arabia, en dónde las mujeres se reunían en pequeños espacios para danzar y así evocar el poder de las diosas de la fertilidad, generalmente con el vientre descubierto para asimilar la energía del Dios sol Ra, y los pies descalzos para recibir la energía de la madre Tierra. Se podía diferenciar dos tipos de bailarinas: Las Ghawazee o gitanas que bailaban al aire libre o en el campo, y las Awalin que eran muy respetadas, pues además de bailar cantaban y recitaban poesía manteniendo el sentido espiritual de la danza. Con las conquistas esta manifestación artística y cultural de Oriente se extendió hasta la península Ibérica, en dónde se produjo una mezcla cultural que dio origen al flamenco.

El grupo con el que aprendí era el grupo oficial de la embajada de Egipto, en Quitu. Sonia, mi profesora, desmitificaba aquello de que para el bellydance se necesita tener una figura delgada. Ella era gordita, sin embargo se movía estupensamente bien realizando cada uno de los centenares de pazos. Aprendí a tocar los crótalos, una especie de castañuelas que dan fuerza al baile, y a utillizar elementos como el velo que, además de simbolizar el viento, representa el misterio que se revela ante el espectador.

De los velos a la fachalina

Tras otro largo tiempo sin bailar decidí regresar a la danza. Y hoy vuelvo a ella, ofreciendo mi cuerpo y mi mente a la que me llena por completo: la danza folklórica. Una danza maravillosa con la que siento una especial pertenencia, la que me da la posibilidad de reencontrarme con mis raíces. En la que no se trata únicamente de colocarse un traje y de mover el cuerpo al compás de un tambor, de una sampoña, de un charango; se trata de revestirse con la piel de nuestros ancestros, de escuchar las voces de los yayas.

Grupo Wallkakuna

Lo interesante es que a pesar de que siempre me gustó nunca había ingresado a ninguna escuela. Un día, mi mamá, otra amante de nuestra música, decidió aprender y comenzó a bailar en la Compañía Nacional de Danza. Luego de un tiempo, su coreógrafo, Bolívar Anchaluisa, y sus compañeras decidieron formar un grupo independiente al que llamaron: Wallkakuna, que en Kichwa significa “collares”. El nombre fue escogido por los integrantes del grupo, al sentirse identificados con la elaboración de un collar. Así, las cuentas (mullus) representan a cada una de las mujeres del grupo, mientras que los hilos y las uniones equivalen a los hombres. En conjunto, las cuentas y los hilos forman una sola wallka y por lo tanto, un equipo de trabajo sólido. La wallka es una de las partes fundamentales en la mayoría de indumentarias indígenas de la sierra y es, además, un adorno que le da el toque sutil y especial a la warmi, la mujer.

Mi mamá colocándose la wallka y Bolívar fajándola.

Hace una mes me integré oficilamente al grupo, y este fin de semana tuve mi primera presentación en el I Encuentro Nacional de Danza folklórica "HUELLAS", organizado por el director del Ballet Folklórico Saruymanda, Darwin Morales. La cita fue el patio cultural del Palacio Arzobispal, en el centro de Quitu. Confieso que estuve muy nerviosa antes de salir al escenario, creo que fue por el tiempo de ensayo -apenas dos semanas-, y como el vestuario es complejo: pesada falda sobre otra falda, blusas, fachalinas, sombreros, pañuelos, etc, me descontrolé. Bolívar se dio cuenta, me tomó del brazo y me dijo: Tranquila, el cuerpo tiene memoria musical, sólo respira y siente la música, disfrútala, entonces sentirás que el cuerpo solito comienza a responder. Y así fue. Salí a bailar sintiendo, bailé cinco coreografías: una bomba, dos san juanes, un fandango y un maldi. Y lo disfruté.

Con el traje típico de una de las comunidades de Otavalo

Mente-música, cuerpo-música, mente-cuerpo, música-música. Hubo un momento en el que únicamente veía colores, luces y a mi madre girando conmigo, entonces bailé con más fuerza que nunca; recordé las muchas tardes en que ella, desde el asiento de la academia de ballet, me observaba bailar de chiquitita, con una paciencia única. Han pasado muchos años y hoy somos las dos las que estamos en el escenario; hoy puedo compartir con ella la pasión que siento por la poesía del cuerpo: la danza.

Yupaichani mamaku. Ñuka taqui, ñuka tushuy, carajo!