
Arriba: en la obra "La Cenicienta" (Prokofiev)
Abajo: bailando "La Tarantela" (Beetovhen)


En mis zapatillas de punta,
Un día tuve que separarme de la danza clásica, y siempre me quedó una especie de vacío. Muchos años después, quise regresar, pero en aquella ocasión me sentí atraída por una de las más enigmáticas y bellas danzas que existen: la danza árabe. Aunque el tiempo que estuve en esta academia fue mucho más corto que el anterior, sobretodo por cuestión de tiempo -ya estaba en la universidad- me enriquecí de los ritmos orientales, del sonido tan particular de la percusión y del misterio de los velos. Fue otro despertar.
El grupo con el que aprendí era el grupo oficial de la embajada de Egipto, en Quitu. Sonia, mi profesora, desmitificaba aquello de que para el bellydance se necesita tener una figura delgada. Ella era gordita, sin embargo se movía estupensamente bien realizando cada uno de los centenares de pazos. Aprendí a tocar los crótalos, una especie de castañuelas que dan fuerza al baile, y a utillizar elementos como el velo que, además de simbolizar el viento, representa el misterio que se revela ante el espectador.
De los velos a la fachalina
Tras otro largo tiempo sin bailar decidí regresar a la danza. Y hoy vuelvo a ella, ofreciendo mi cuerpo y mi mente a la que me llena por completo: la danza folklórica. Una danza maravillosa con la que siento una especial pertenencia, la que me da la posibilidad de reencontrarme con mis raíces. En la que no se trata únicamente de colocarse un traje y de mover el cuerpo al compás de un tambor, de una sampoña, de un charango; se trata de revestirse con la piel de nuestros ancestros, de escuchar las voces de los yayas.
Grupo Wallkakuna
Lo interesante es que a pesar de que siempre me gustó nunca había ingresado a ninguna escuela. Un día, mi mamá, otra amante de nuestra música, decidió aprender y comenzó a bailar en la Compañía Nacional de Danza. Luego de un tiempo, su coreógrafo, Bolívar Anchaluisa, y sus compañeras decidieron formar un grupo independiente al que llamaron: Wallkakuna, que en Kichwa significa “collares”. El nombre fue escogido por los integrantes del grupo, al sentirse identificados con la elaboración de un collar. Así, las cuentas (mullus) representan a cada una de las mujeres del grupo, mientras que los hilos y las uniones equivalen a los hombres. En conjunto, las cuentas y los hilos forman una sola wallka y por lo tanto, un equipo de trabajo sólido. La wallka es una de las partes fundamentales en la mayoría de indumentarias indígenas de la sierra y es, además, un adorno que le da el toque sutil y especial a la warmi, la mujer.
Mi mamá colocándose la wallka y Bolívar fajándola.
Hace una mes me integré oficilamente al grupo, y este fin de semana tuve mi primera presentación en el I Encuentro Nacional de Danza folklórica "HUELLAS", organizado por el director del Ballet Folklórico Saruymanda, Darwin Morales. La cita fue el patio cultural del Palacio Arzobispal, en el centro de Quitu. Confieso que estuve muy nerviosa antes de salir al escenario, creo que fue por el tiempo de ensayo -apenas dos semanas-, y como el vestuario es complejo: pesada falda sobre otra falda, blusas, fachalinas, sombreros, pañuelos, etc, me descontrolé. Bolívar se dio cuenta, me tomó del brazo y me dijo: Tranquila, el cuerpo tiene memoria musical, sólo respira y siente la música, disfrútala, entonces sentirás que el cuerpo solito comienza a responder. Y así fue. Salí a bailar sintiendo, bailé cinco coreografías: una bomba, dos san juanes, un fandango y un maldi. Y lo disfruté.
Con el traje típico de una de las comunidades de Otavalo
Mente-música, cuerpo-música, mente-cuerpo, música-música. Hubo un momento en el que únicamente veía colores, luces y a mi madre girando conmigo, entonces bailé con más fuerza que nunca; recordé las muchas tardes en que ella, desde el asiento de la academia de ballet, me observaba bailar de chiquitita, con una paciencia única. Han pasado muchos años y hoy somos las dos las que estamos en el escenario; hoy puedo compartir con ella la pasión que siento por la poesía del cuerpo: la danza.
Yupaichani mamaku. Ñuka taqui, ñuka tushuy, carajo!