viernes, noviembre 30, 2007

Encuentro con un librero errante

A Lucho Fabara.
También para los libros hay nómadas y sedentarios.
Juan Villoro.

Siempre he sentido fascinación por las librerías de viejo. Más allá de los precios, se trata, por ejemplo, del perfume de los libros añejos. Jamás un libro nuevo tiene el olor que reserva uno usado. El olor que lleva impregnado es parte de aquel o aquella a la que acompañó en sus noches de insomnio o en sus largas horas de viaje en un bus destartalado o en un parque de alguna ciudad lejana. Oler los libros es otra forma de disfrutarlos. Pero también están las pastas gastadas, las páginas dobladas, las dedicatorias, algunas tan bien escritas que parecerían ser parte de algún poemario olvidado. Ex libris de seres a los que jamás conoceré, a los que quizá enterraron hace mucho tiempo o que todavía viven en algún rincón del mundo; pero si aún viven, por qué habrían dejado esa joya literaria en las manos de un vendedor trashumante, por qué no lo metieron en su maleta y lo hicieron parte de su exilio. Todo eso guarda un libro de segunda, de tercera, de quién sabe cuantas manos más. Me gustan las librerías de viejo, sobretodo si son ambulantes. Aquellas en las que el orden de los libros cambia según el día en que son montados.

Hace un momento recibí una llamada, era 'Lucho' Fabara. Su llamada me emocionó muchísimo. Me ha dicho que encontró mi número y que decidió llamarme. Que dentro de poco me enviará un paquetito con un par de libros de 'esos que a mí me gustan'. Luchito, Luchito. Luchito es uno de esos guayacos con los que uno puede sentarse a conversar y olvidarse de los inidicadores de tiempo. Luchito, el que siempre lleva nosecuantos libros a cuestas. Recuerdo que era mi último fin de semana en Loja, la tierra de Palacio, de Carrión, de Ortega, entre muchos otros, cuando curvé por la calle exacta. Caminaba sola y sin rumbo, con las ganas de encontrar lo que no buscaba. Y ahí, en la esquina de la Bolívar y Lourdes, estaba el puestito ya conocido de ese hombre de 51 años que ha trabajado comprando y vendiendo libros desde los 12. Me detuve y comencé a revisar con calma. Así que en la acción de tomar y dejar libros, hacer a un lado las enciclopedias de física, los manuales de computación y los libros de autoayuda, saltó a mi vista un libro que me emocionó. Era Sartoris, de Wiliam Faulkner. Estaba ahí, rechazado por las manos de quienes llegaron antes que yo. Estaba huerfano, así que lo tomé de inmediato y pregunté por su precio. El dueño no aparecía. ¡Qué confiado! -dije en voz alta-. Y desde atrás alguien me respondió con voz enérgica y amable: No se preocupe mija que el de arriba y el de la pared me cuidan el negocio. El de la pared era un Che Guevara en blanco y negro, colocado con cinta adhesiva. Le pregunté cuanto costaba Sartoris. Dos dólar -respondió- pero como le veo entusiasmada y es la primera vez que me visita, se lo dejo en 1. Bastó que me diga eso para ponerme cómoda y seguir revisando. Me encontré con otro libro que andaba buscando desde hace tiempo: Las Horas, de Michael Cunningham, una recomendación que me la hizo mi amigo Jorge Maruejouls, desde España. El precio: 1 dólar. Después apareció Chandler, Eliseo Alberto, Miguel Delibes, William Kinsolving. Pude ver la mitad de un libro en el que se alcanzaba a leer: Carver, pero fue tarde, una mano se me adelantó. Más abajo descansaba Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany, y detrás de un diccionario francés, encontré a Hans Magnus Enzensberger, con su Diálogos entre inmortales, muertos y vivos. En la esquina se codeaba un libro de metafísica con las Cartas de amor a Lili Brik, de Vladimir Maiakovski. Uno que otro libro de filosofía, y por ahí se escondía Miguel Donoso Pareja con su Nunca más el mar y los poemarios de Carlos Rojas y Jorge Martillo. En menos de 15 minutos ya había formado una gran columna de libros a mi lado. Le pregunté a Luchito si tenía más libros de poesía, y me dijo que justo estaba leyendo algo, pero no era exactamente un libro, era una revista antigua: Uso de la palabra Nº4. del departamento de Letras de la Universidad Técnica de Babahoyo; me la regaló de inmediato. La ojeé rápidamente y obsevé que el director era Jorge Velasco Mackenzie. La portada estaba a cargo de Hernán Zúñiga -de quien también se incluyó Crónica de los Esteros- y en el consejo de redacción estaba Wilson Guarderas, Hugo Salazar Tamariz, Pablo Mejía, Carlos Rojas, Angel Rama, Edwin Ulloa, Hugo Mayo, entre otros poetas y escritores. Quería saber de qué año era la revista, pero no aparecía ninguna fecha hasta que encontré una dedicatoria escrita a mano, al final de un poema de Othón Muñoz. Al parecer el poeta lo había firmado, y terminaba con el año: 82.

Después del obsequio, mi atención se centró en Lucho. Lucho es libre, sus ojos lo delatan. Su contextura gruesa, su porte alto y sus manos duras se contrastan con su sonrisa de niño. Con la inocencia de quien es libre de culpa o que al menos ignora su falta. Al instante se dio cuenta de que lo observaba y me dijo:

-Usted no es de aquí, verdad.

-No, soy de Quito.

-¡Quito! siempre que querido regresar a la capital. Fui una sóla vez, de pequeño, de la mano de mi padre, pero aún recuerdo las quebradas, las montañas imponentes, el cielo azul.

-¿Porque no regresa?

-Es muy lejos. Mi vida, básicamente transcurre entre Guayaquil, Cuenca y Loja. En realidad a Guayaquil sólo voy para comprar más libros y es en las otras ciudades los vendo. Claro que también tengo otros puestitos allá, pero en zonas rojas, donde la cosa se pone dura. Venir acá me gusta mucho. Loja es una de las ciudades más cultas, aquí nadie quire deshacerse de sus libros, por el contrario, siempre quieren adquirir más y más. Pero vea Carlita (en ese punto ya nos habíamos presentado y estabamos sentados mientras uno que otro se acercaba a ver los libros) yo no sólo soy un comerciante de libros, los libros son mis compañeros de siempre y la herencia de mi abuelo. Fue mi abuelo el que empezó con esto de los libros, luego siguió mi padre y ahora yo. Ellos eran autodidactas y también me inculcaron el amor por la lectura.
-¡Qué mejor herencia que esa!
-Es verdad, este oficio es mi vida. Algunos panas me dicen: ya pues hasta cuando vas a seguir en esto, ya estas viejo para ir de aquí para allá. Pero yo, Carlita, hasta que el de arriba me de vida he de seguir con esto, porque es todo lo que tengo. Y claro, mis cuatro hijos, que por suerte ya son grandes y cada uno tiene su vida.
- ¿Lleva algún tipo de inventario?
-Nunca he registrado los libros. Tampoco me interesa contar cuántos tengo. Mi manera de saber que el negocio va bien es viendo que haya billete, que aunque sea poco da para vivir.

A nuestra conversación se sumaron dos tipos más. Uno de ellos, un señor manco, muy elegante, con chaqueta y boina cuadriculada. Se trataba de un viejo profesor de Filosofía de la Universidad Técnica de Loja. El otro, un señor muy gracioso y elocuente, una especie de contador de historias. Hablamos de aquellos temas que nunca mueren. Y sentí que estaba entre grandes amigos. Creo que ellos se sintieron igual porque antes de despedirse el contador de historias compró uno de los libros sólo para que yo le escribiera alguna dedicatoria. Desde luego, la petición me sorprendió, ¿Quién era yo para firmarle un libro que en primer lugar: no lo había escrito yo, y segundo: ni siquiera fui yo quien lo compró para regalárselo? ¿Qué sentido tenía hacerlo entonces? A lo que me respondió: Sé que algún día me encontraré con un libro suyo, entonces lo compraré, pero talvez no esté ud para que me lo firme, entonces iré a este libro viejo y encontraré sus letras. Sentí un dulce puñete en mi estómago, como cuando se escucha algo jodidamente bueno. ¿Cómo negarme ante eso? Le escribí algo y se lo firmé. Al cerrar el libro vi que se trataba de Sobre Héroes y Tumbas, de Ernesto Sábato.

Los dos tipos se marcharon, y nos quedamos nuevamente Lucho y yo. Me invitó a almorzar en un chifa cercano, en el que servían caldo de patas con chaulafan. En realidad no quería que Luchito gastara en mi almuerzo el dinero que yo misma se lo había dado por los libros, pero la insistencia fue tal que no pude negarme. Hablamos de sus años de univeritario rebelde, de las persecuciones políticas, de los "libros prohibidos", de la librería de su hermano que se incendió hace muchos años, y claro me habló de Guayaquil, y mientras lo hacía yo graficaba en mi mente los barrios con olor a puerto descritos por Carlos Luis en innumerables ocasiones. Minutos después alguién lo llamó y me dijo que se trataba de 'mercadería fresquita', alguien le vendería una buena cantidad de libros, pero no tenía con quien dejar el negocio, así que me ofrecí a cuidar de su pequeña librería andante. Llegó con un cartón lleno de polvo. Le ayudé a limpiar los libros, algunos de ellos me los regaló. Usted parece ser una mujer de caracter -me dijo-, y me regaló: Para la anarquía y otros enfrentamientos, de Fernando Savater, y algunas revistas políticas. Una vez más le agradecí, y en uno de sus libros le escribí mi número de teléfono y la dirección de mi casa. Por si algún día regresa a la mitad del mundo -le dije-, y con un abrazo casi tan añejo como sus libros... me marché.